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LUIS I, REY DE LAS ESPAÑAS

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LUIS I EL BIEN AMADO
1707 - 1724
 
 

Rey a los 16 años por la abdicación de su padre, Luis I tuvo una infancia triste y bastante solitaria y una constitución física endeble y enfermiza. Lo casaron con una indeseable y murió de viruela, a los 17 años.

Fue el primogénito de Felipe V y de su primera esposa, María Luisa Gabriela de Saboya. Recibió el nombre de Luis en homenaje a su bisabuelo, el Rey Sol.

 
Retratos de Don Felipe V y Doña Maria-Luisa Gabriela de Saboya, Reyes de las Españas y de las Indias, con el Infante Luis, Príncipe de Asturias; obra de Miguel Jacinto Meléndez, 1708.


Siguiendo la tradición, fue educado hasta los siete años por mujeres. A esa edad su padre le puso su propio cuarto para que fuera servido únicamente por hombres. El rey también ordenó que empezara a ser tratado como Príncipe de Asturias aunque era sistemáticamente ninguneado por su madrastra, Isabel de Farnesio.

 
Retrato del Infante Don Luis de Borbón y Saboya, Príncipe de Asturias (1707-1724); obra de M.A. Houasse.
 
 
Cuadro de 1637 representando el Palacio del Buen Retiro en Madrid, construido para el rey Felipe IV por orden del Conde-Duque de Olivares. Bajo los Borbones, el Real Sitio del Buen Retiro se convirtió en la residencia principal de la corte española en detrimento del viejo Alcázar de los Austrias.


La reina odiaba a los hijos mayores de su marido tanto como quería proteger a los suyos; de ahí que hiciera correr el rumor de que tanto Luis como Fernando eran unos chicos débiles y enfermizos, que no vivirían mucho.

Luis permanecía semiencerrado en el palacio del Buen Retiro. El pueblo, que apenas lo veía, se preguntaba qué motivos le impedían mantener contacto con sus súbditos. Como las noticias que les llegaban sobre él estaban relacionadas con su afición a la caza, les preocupaba que, siendo un chico enfermizo, le permitieran que anduviese de cacería por las heladas montañas de la sierra madrileña. Uno de los pasatiempos del infante cuando salía de excursión era matar culebras,por las que Isabel de Farnesio sentía auténtica aversión y por lo único que le felicitaba.



Sus otras diversiones consistían en asistir a representaciones teatrales hechas siempre por hombres, que se celebraban con motivo de la onomástica de algún miembro de la Familia Real, y salir por la noche con sus criados disfrazado de chulapón.

Estas escapadas no eran del todo inocentes, pues las aprovechaba para robar fruta y calar melones de las huertas aledañas al Buen Retiro, con el consiguiente disgusto de los hortelanos, y ya en plena pubertad para visitar casas de prostitutas situadas en los arrabales madrileños.

Físicamente, Luis se parecía a los Habsburgo, y de carácter era exageradamente tímido. Para demostrar a su hermano Fernando lo mucho que lo quería le regaló la Casa de Campo de Madrid para que pudiera cazar a sus anchas. Los infantes eran conscientes de que estaban muy solos. Isabel de Farnesio, que llevaba las riendas de la familia y la política, les hacia el vacío impidiéndoles el contacto con su padre.

 
Retrato de la Princesa Luisa Isabel de Orléans, Mademoiselle de Montpensier (1709-1742), Princesa de Asturias y luego Reina de las Españas y de las Indias por unos meses; obra de M.A. Houasse.


El 20 de enero de 1722, a los 15 años, el Príncipe de Asturias se casó con Luisa Isabel de Orleans. en el castillo del duque del Infantado, en Lerma. La novia fue elegida según los intereses de Isabel de Farnesio y como cabía esperar, el matrimonio fue un auténtico fracaso.

Para conocer los motivos del desastre hay que retrotraerse a lo que era la Corte francesa, la más depravada y corrompida del siglo XVIII. El regente, Felipe de Orleans, fue un ser libertino y abyecto que se había casado, contra la voluntad de su madre, con la bastarda real de Luis XIV y la Marquesa de Montespan, Mademoiselle de Blois. La pareja tuvo cuatro hijas y un hijo, Louis de Orleans, que, sin ser un santo no llegó a ser tan pervertido como su famoso padre.

Las hijas del regente eran la duquesa de Berry, con quien el duque de Orleans mantenía supuestamente relaciones incestuosas. Le seguía Luisa Adelaida, lujuriosa abadesa. La tercera, mademoiselle de Valois, se fugó con el duque de Richelieu estando prometida al príncipe del Piamonte. Después de la escapada la casaron con el duque de Módena, a quien abandonó, siguiendo los consejos de su hermana mayor, para regresar a París y seguir divirtiéndose.

La menor, Luisa Isabel, tratada como mademoiselle de Montpensier, llegó a España con apenas 12 años. Según su abuela, la joven "tenía los ojos bonitos, la piel blanca y fina, la nariz bien hecha y la boca pequeña; sin embargo, es la persona más desagradable que he visto en mi vida" matizaba finalmente.

Como Luis y Luisa Isabel eran unos niños se esperó un tiempo prudencial para que consumaran el matrimonio, permitiendo que en su primera noche de casados, validos y confesores los vieran juntos en la cama.

EL REY LUIS EL BREVE


El 10 de enero de 1724, el Príncipe de Asturias fue proclamado rey por la abdicación de Felipe V. Al nuevo monarca, de 16 años, le faltaba adquirir una formación adecuada. Quienes lo conocían proclamaban sus buenas cualidades, pero a su vez eran públicas su timidez, su lentitud y su pereza, heredada de su padre. Su primera decisión consistió en restablecer la etiqueta de los Austria, que había sido suprimida por su progenitor. Por lo demás, se dedicaba a hacer las mismas travesuras que cuando era Príncipe de Asturias.


En cuanto a Luisa Isabel, su templanza desapareció el mismo día que se vio convertida en reina. Desde ese momento su desenfreno no conoció límite. La Soberana trataba a su marido con desdén, desoía los consejos que le daba y sentía un desprecio total y sistemático hacia la etiqueta y el sentir de los españoles.

Luisa Isabel apenas se aseaba, paseaba por palacio, en bata o camisón, exponiendo su desnudez a servidores y visitas. Su mayor entretenimiento era lavar ropa en público y limpiar los cristales y azulejos de las galerías del Buen Retiro. Coqueteaba sin reparo con los miembros de la guardia y los cortesanos. Actuaba tan escandalosamente que el rey no permitía que lo acompañara a ningún sitio.

Luis llegó a sentir tal aversión por su esposa que se alejó de ella. Además, le llegaron comentarios de la íntima amistad que la reina mantenía con Lady Kilmarnock, una de sus damas, mujer intrigante y ambiciosa, a quien culpaban del proceder de la soberana. Lady Kilmarnock aconsejaba a su señora a tenor de su propio beneficio y era la causante de que la reina abusara habitualmente del alcohol.

El malestar del monarca ha quedado reflejado en las cartas que dirigía a su padre.

"La reina, como de costumbre, no tiene sobre su cuerpo más que el camisón. Anoche, cuando fui a cenar con ella, estaba tan alegre que me pareció que se encontraba borracha".

En otra misiva le dice:

"Esta mañana la reina ha acudido a San Pablo en bata y después de almorzar bastantes tonterías -se alimentaba de ensaladas- se ha ido a lavar pañuelos".

Más ejemplos sobre lo mismo:

"Después de comer, la reina se ha puesto la bata y de esta forma se ha asomado a la gran galería de cristales desde donde la veían de todas partes lavando azulejos. No veo otro remedio que encerrarla y destinar a su servicio las personas que yo considere. Estoy desolado porque no sé lo que me espera".


 
Retrato de Isabel de Parma, Reina de las Españas y de las Indias (1692-1766); obra de M.J. Meléndez en 1724.

Como las etapas de lucidez de Felipe V eran efímeras, Isabel de Farnesio se ocupaba de responderle. "Espera y da un tiempo a la reina para ver si entra en razón". Luis terminó por prohibir a su mujer que saliera de sus habitaciones, a las que sólo tenía acceso el personal de servicio designado por él. Luisa Isabel lloraba y gritaba como una niña consentida cuando no le dan un capricho, pero el rey se mantuvo firme y se planteó pedir al Papa que anulara su matrimonio.



La viruela, una de las enfermedades más temidas, puso fin a la vida del joven Luis I. En carta a su padre, el 19 de agosto de 1724, escribía: "Voy a acostarme porque estoy ronco. Esta mañana he tenido un pequeño desvanecimiento, pero ya estoy mejor".

Isabel de Farnesio, frotándose las manos, pidió al doctor Huyghens un informe sobre el mal que aquejaba el rey. El médico le aseguró que se trataba de un fuerte constipado, pero el 21, en el cuerpo del monarca afloraron granos y pintas. El diagnóstico fue viruela benigna, por lo que lo aislaron. Luisa Isabel, que tan mal se había comportado, permaneció al lado de su marido hasta el 31 de agosto de 1724, cuando el corazón le dejó de latir. Había cumplido 17 años el 25 del mismo mes.

A su muerte, el monarca fue enterrado vestido de gala, con casaca y calzones de raso y oro, con vueltas escaroladas, corbata y sombrero, bastón y espada. Sobre su pecho descansaba el Toisón de Oro y el cordón del Espíritu Santo.

Luisa Isabel de Orleans, contagiada de viruela, pasó los primeros días de viudez totalmente sola. Tenía al pueblo en contra y se llevaba a matar con sus suegros. Decidió instalarse en París, donde siguió llevando una vida disipada hasta que el dinero no le dio más de sí. Entonces se refugió en un convento y de ahí pasó al palacio de Luxemburgo, donde murió en 1742, amargada y llena de deudas.

 


Cita de la Semana

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"Un fracasado es un hombre que ha cometido un error, y que es incapaz de convertirlo en una experiencia."

Frase de: Elbert Green Hubbard (1856-1915), artista, escritor, filósofo y editor.

ISABEL DE PARMA, LA REINA GOBERNADORA

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ISABEL DE PARMA
REINA DE LAS ESPAÑAS & DE LAS INDIAS
1692 - 1766
 
 



A reina muerta, reina puesta

Tras la muerte de la primera esposa de Felipe V, María Luisa Gabriela de Saboya y Orléans, la princesa de los Ursinos, que ejercía una especie de regencia, comentaba con el abate Giulio Alberoni (Fiorenzuola d'Arda, 1664 / Piacenza, 1752) la necesidad urgente de encontrar una nueva esposa para el rey. Debido a que éste estaba en tal estado de decaimiento, se temía por su salud mental. Según parece, era tanta la fogosidad de Felipe V y su necesidad de expresarla, que el tener que contenerse le provocaba terribles dolores de cabeza. Hubo quien sugirió damas dispuestas a ofrecerse al rey para aliviar sus irrefrenables impulsos sexuales, pero el monarca, demasiado santurrón, tenía en horror la sola idea de fornicar con otra mujer que no fuera su legítima compañera ante los ojos de Dios. Sencillamente, y por un miedo irracional al infierno ferozmente inculcado por sus tutores, Felipe V no estaba dispuesto a pecar carnalmente y dar semejante ejemplo a sus súbditos, aunque de ello dependiera su salud y estabilidad emocional.



La elegida para convertirse en la segunda esposa de Felipe V fue Isabel Farnesio (Parma, 1692-Madrid, 1766), Princesa de Parma, única hija de los príncipes herederos de Parma, Eduardo II (1666-1693) y Sofía Dorotea de Neoburgo (1670-1748). Isabel se convirtió así en la segunda reina española de origen italiano. Además, Sofía Dorotea era hermana de Mariana de Neoburgo, por lo que Isabel era sobrina de la viuda de Carlos II, el último de los Habsburgo, que vivía exiliada en Bayona. La primera esposa de Felipe V, la reina María Luisa Gabriela, no tardó en ser suplida por Isabel Farnesio. A todas luces, el trono de la ambiciosa parmesana fue la cama, desde la que se dictó la política española de su tiempo, ya que conociendo el punto débil de su esposo no dudó en aprovecharse de él.

 
Retrato de Francesco I Farnese (1678-1727), VIIº Duque de Parma entre 1694 y 1727, sucesor y segundo hijo del Duque Ranuccio II, que asumió la corona ducal gracias a la prematura muerte de su hermano mayor Odoardo II, y casó con su viuda la Princesa Dorotea-Sofía de Neoburgo, madre de la Princesa Elisabetta alias Isabel de Parma, y hermana de la Reina Viuda de España y de la Reina de Portugal.
 
 
Retrato de la Princesa Palatina Dorotea-Sofía de Baviera-Neoburgo (1670-1748), Princesa Heredera Viuda de Parma y luego Duquesa consorte de Parma entre 1696 y 1727, tras contraer matrimonio en segundas nupcias con su cuñado Francesco I Farnese.
 
 
 
Retrato del Cardenal Giulio Alberoni  (1664-1752).
 


Según las crónicas, la elección de Isabel Farnesio para convertirse en la esposa de Felipe V no fue del todo casual. Influyeron en la elección no sólo los cortesanos más allegados al rey, como la princesa de los Ursinos, sino personajes tan alejados de la corte como la desterrada reina viuda Mariana de Neoburgo. Además estaba Giulio Alberoni, encargado por el tío paterno y padrastro de Isabel, el duque Francesco de Parma, de las negociaciones para lograr el matrimonio de su hijastra con Felipe V. Isabel de Parma era físicamente una mujer alta y bien formada, con un aspecto vital y unos ojos que emanaban carácter y ambición, aunque la viruela padecida durante su juventud le había quitado muchos encantos a su rostro.



Pese a todo seguía siendo bella. Era además una mujer astuta, versada en idiomas, que disfrutaba interviniendo en política y se interesaba por todas las actividades artísticas e intelectuales. Siempre según las crónicas, Isabel fue descrita a la princesa de los Ursinos como una mujer sumisa, sencilla, sin carácter, inofensiva y manipulable, relegada a una posición tan discreta que no tenía más aficiones que la de bordar y atiborrarse de pasta, queso parmesano y mantequilla, en suma todo lo contrario de cómo realmente era. Esa buena propaganda fue enteramente fabricada por el intrigante abate Alberoni, para ganarse el apoyo de la princesa y conseguir que Isabel se convirtiera en la nueva reina de España.

Las negociaciones entre la Corona Española y el duque de Parma para lograr el matrimonio entre Isabel y Felipe V tenían otro objetivo además del explicito de la boda: la aspiración española a las perdidas posesiones en Italia, a las que aspiraba Isabel como única heredera de Parma. No solo pareció adecuado el compromiso a la princesa de los Ursinos, sino también al mismísimo Luis XIV, a quien la idea de que los Borbones tuvieran posesiones en Italia le parecía excelente.

 

La elección parmesana


 
Retrato de Don Felipe V de Borbón y Baviera (1683-1746), Rey de las Españas y de las Indias entre 1700 y 1724, y luego de 1724 a 1746.


La princesa de los Ursinos como camarera mayor de la corte y como "regente" efectiva de la corona española, y ante la apatía de Felipe V, fue la encargada no sólo de las negociaciones matrimoniales, sino también de comunicarle al rey su próximo enlace con Isabel de Parma. Entusiasmado ante la idea, Felipe pasó de la tristeza a la alegría tras seis meses de melancólico luto, y sobre todo de rigurosa abstinencia sexual, lo que según los médicos le provocaba el lamentable estado de salud en el que se encontraba.

Algo sorprendente en el enlace entre Isabel y Felipe V fue la rapidez con que todo se llevó a cabo. Tras unas diligentes negociaciones matrimoniales en 1714, a instancias del rey, se firmaron las capitulaciones matrimoniales para la boda por poderes en Parma en agosto. Al mes siguiente, en Parma, se celebró entonces la boda por poderes, tras la cual partió Isabel sin más dilación hacia España para reunirse con su flamante marido.

Por lo visto, el viaje se pensaba realizar por mar, pero debido a las inclemencias del tiempo que hacían peligroso el viaje, éste se interrumpió y hubo de proseguirse por tierra atravesando territorio francés.

 
Retrato de la Princesa Palatina Mariana de Baviera-Neoburgo, Reina Viuda de las Españas y de las Indias (1667-1740), segunda y última consorte del último monarca Habsburgo castellano, el Rey Carlos II "el Hechizado". Era hermana de la Reina de Portugal y de la Duquesa de Parma.


Al parecer fue durante el viaje por tierra hacia España cuando, al pasar por Francia Isabel de Parma tuvo una entrevista con su tía, la exiliada reina viuda Mariana de Neoburgo. La entrevista se produjo en la ciudad francesa de Saint-Jean-de-Pied-de-Port. Según cuentan las crónicas de la época, durante esta breve entrevista Mariana de Neoburgo informó a su sobrina sobre el carácter de los españoles y la vida en la corte madrileña. Pero además, la previno sobre la influencia que en la Corte tenía la princesa de los Ursinos, aconsejándola que la alejara del rey y de la Corte.

En su viaje hacia Madrid, y después de atravesar la frontera franco-española, Isabel de Parma pasó por la ciudad de Pamplona, donde la nueva reina de España fue agasajada por la población durante nada menos que cinco días. Aquí la joven Isabel empezó a conocer el carácter de los españoles quienes según cuentan parecían encantados con la segunda esposa de Felipe V, pensando quizá que sería tan buena como la añorada María Luisa Gabriela de Saboya.

 

La caída y expulsión de la Princesa de Los Ursinos


 
Retrato de Anne-Marie de La Trémoïlle, Princesa Viuda Orsini aka Princesa de Los Ursinos y Duquesa de Bracciano (1641-1722).

Un suceso lamentable ocurrió cuando la joven reina Isabel se acercaba a Madrid en la navidad de 1714. Un impaciente Felipe V que esperaba a su nueva esposa en Guadalajara envió a Jadraque a su amiga y consejera la princesa de los Ursinos para recibir en su nombre a Isabel. Pero sucedió que por su avanzada edad –tenía setenta y dos años- y achaques, la princesa de los Ursinos no pudo ejecutar la reverencia completa ante la reina como lo requería la etiqueta. Además se tomó la confianza de coger a la reina por la cintura, haciendo ciertos comentarios sobre su aspecto rollizo y tratándola como a una chiquilla. Esto hizo que una Isabel fuera de sí, echase a la princesa no solo de la estancia, sino también del reino. El incidente sucedido en Jadraque, que dio pie a la reina Isabel para expulsar a la princesa de los Ursinos del reino ha pasado también a la historia por el hecho de que el jefe de la guardia, temeroso de ser objeto de futuras represalias por parte del rey, y sabedor de la omnipotencia de la princesa de los Ursinos, solicitó de la reina Isabel que la orden de expulsión se le diera por escrito. No faltaba más! Pidió pluma y papel, escribiendo ella misma y sobre su falda dicha orden. Tan rápidamente fue cumplida la orden, que la querida princesa fue metida con lo puesto en una carroza y conducida a través de una terrible nevada, bajo escolta, hasta la frontera con Francia. Lo más triste es que, enterado Felipe V del suceso, no hizo nada por hacer regresar a su querida consejera, se dice que por no contrariar a su nueva esposa. Como la princesa no tenía más valedor que el rey de España y éste la había abandonado a su suerte, ésta se vio mal acogida por las autoridades francesas. Peor aún: cuando osó presentarse en la corte de Versailles, la acogida no pudo ser más glacial por parte de Luis XIV y la marquesa de Maintenon, ya que miraban a la princesa de los Ursinos como a una traidora a los intereses de Francia por haber defendido una política que conciliara los objetivos de ambos reinos cuando estaba en el poder.

Tuvo entonces que abandonar Versailles y refugiarse en casa de su hermano el duque de Noirmoutiers hasta que en 1715, al fallecer Luis XIV e inaugurarse la regencia del duque de Orléans, acérrimo enemigo de la princesa, le fue notificada que era persona non grata en Francia. Volvió a hacer sus baúles y cruzó la frontera italiana para morir finalmente en el más absoluto olvido.

Ciertamente, si hay algo que agradecer a la princesa de los Ursinos, fue su intento de llevar una política conciliadora en la que no admitía que los intereses españoles fueran ninguneados frente a los de Versailles. Y eso, Luis XIV y sus ministros no lo digerieron muy bien...

 

Mejor que un trono, una cama



En sus Memorias, Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon (1675-1755) nos ofrece un extraordinario documento sobre la vida pública y privada de la aristocracia. Además comenta divertido como los cortesanos españoles se quedaron muy contrariados al ver como, tras la ceremonia nupcial, celebrada a la seis de la tarde, el nuevo matrimonio formado por Isabel de Parma y Felipe V se dirigió rápidamente a la cámara nupcial para consumar su unión.

Ya desde su primer encuentro con Felipe V, Isabel descubrió que, debido al lujurioso temperamento de su marido, podría dominarlo fácilmente desde el lecho conyugal. Tanto es así, que unos años después de la boda, se comentaba no solo en la Corte española sino también en la de Versailles que el rey se debilitaba a ojos vista, debido sobre todo a los numerosos encuentros que con la reina tenía.

Además cuentan algunos que Isabel, cuando veía apaciguado a Felipe le administraba un brebaje afrodisíaco de vino mezclado con diversas especias.

El matrimonio entre Isabel de Parma y Felipe V se celebró en 1714 en la misma ciudad de Guadalajara; Isabel tenía veintidós años y Felipe treinta y uno. En los cuadros que representan el momento, y que podemos ver en el Museo del Prado, podemos observar como Isabel tenía ya un aspecto rollizo, debido probablemente a su debilidad por la pasta y el queso parmesano.

Según cuentan las crónicas cortesanas de la época, la reina Isabel de Parma era una mujer imponente, de gran estatura y aspecto voluminoso, que llamaba la atención nada más entrar en una habitación. A pesar de esto, Isabel no dudaba en resaltar su persona, adornándose profusamente con todo tipo de joyas vistosas, pieles, encajes y lazos, y todo lo que estuviera de moda; le sentara bien o mal, siempre iba engalanada como lo que era y se esperaba de una reina.

 

La reina mal querida

El recibimiento que la villa de Madrid hizo a la segunda esposa de Felipe V, la italiana Isabel de Parma, fue todo menos "bienvenida". Se dispensó más bien una gélida acogida a la recién llegada. Los cronistas de la época recogieron algunos de los agrios comentarios que el pueblo hacía al pasar delante de ellos la soberana. Uno de estos aludía a la condición de madrastra que debía asumir Isabel: "cara de madrastra no la he visto peor en la vida". Con el tiempo este comentario se hizo realidad, ya que Isabel se comportó más como una madrastra que como una madre con los tres hijos que Felipe V había tenido con su esposa María Luisa.

La dominante reina Isabel de Parma consiguió con el destierro de la princesa de los Ursinos el abandono de la política pro-francesa. Sin la protección de la princesa, los nobles franceses afincados en la Corte madrileña tuvieron que regresar a París, siendo sustituidos por numerosos personajes italianos que vinieron llamados por el primer ministro Alberoni, quien pretendía así lograr un fructífero acercamiento con los reinos italianos. Con esta política, España se ganó muchos enemigos, entre ellos Francia. Fue ante la presión de éstos, que Felipe V se vio obligado más adelante a expulsar a Alberoni, quien se trasladó a Roma. Allí sería nombrado por el Papa legado pontificio en la Romagna.

El 28 de febrero de 1718 y por Real Disposición de Felipe V, todos los Regimientos de Caballería debían recibir un nombre fijo. Así, el viejo Tercio de Hersemburgo -que en el momento del cambio se conocía como Regimiento de Atry- pasó a llamarse Regimiento Farnesio, 4º de Caballería. El número 4 le correspondía por antigüedad en aquella época, yendo por delante de éste los Regimientos siguientes: de la Reina, del Príncipe y Borbón. En cuanto al nombre, obviamente, tiene su origen en la segunda esposa del rey Felipe V, Isabel Farnesio, última descendiente de la estirpe que en el siglo XVI tuvo por mejor ilustración al gran militar Alejandro Farnesio.

 

La Reina prolífica



La reina Isabel tuvo nada menos que siete hijos con el rey Felipe V, hecho éste que la convierte en una de las reinas españolas más fecundas, por no decir la que más. Sus siete hijos fueron: Carlos (1716-1788), que ocuparía el trono con el nombre de Carlos III; Francisco, nacido en 1717 y muerto a los pocos días; María Ana Victoria (1718-1781), que sería reina de Portugal tras casarse con José I; Felipe (1720-1765), duque de Parma, Piacenza y Guastalla; María Teresa Rafaela (1726-1746), esposa de Luis de Borbón, Delfín de Francia; Luis Antonio Jaime (1727-1785), arzobispo de Toledo y Sevilla, y María Antonia Fernanda (1729-1785), esposa de Víctor-Amadeo III de Saboya, rey de Cerdeña-Piamonte.

En abril de 1715, Isabel Farnesio, dio a conocer a todo el mundo que estaba esperando su primer hijo. Ante tan buena noticia, la corte se concentró inmediatamente en los preparativos para el parto. Por ello, se movilizó no sólo a todo el personal de palacio, sino también a nobles y cortesanos. Armó tanto revuelo como si este fuera el ansiado heredero para el trono español. Es más, pretendió conseguir que su primer hijo recibiera honores como si fuera el Príncipe de Asturias, olvidando conscientemente que este ya existía en la persona del príncipe Luis.

Desde el primer momento la corte madrileña vio en la reina Isabel a una mujer ambiciosa. Pero nadie sospechó que su ambición la llevaría a codiciar el trono de Francia. En Septiembre de 1715, tras la muerte del abuelo de su esposo, el rey Luis XIV, no dudó en animar a su esposo a reafirmar sus derechos a la corona francesa, a pesar de que ya existía un heredero superviviente legítimo, el pequeño Delfín Luis, bisnieto de Luis XIV y sobrino de Felipe V.

Como en otros partos reales, para el primero de Isabel de Parma, estaba prevista la asistencia de un cierto número de nobles que discretamente controlaría el nacimiento del futuro príncipe o princesa. Isabel preparó así la lista de los cortesanos que asistirían y la dio a conocer en septiembre de 1715, enviando además las ordenes de asistencia. Pero resulta que Isabel, exagerada o intencionadamente, confecciona una lista tan amplía como nunca había sucedido en la corte española. Dicha lista contenía más de cuarenta nombres entre los que destacaban miembros de la alta nobleza y eclesiástica de España y del extranjero, incluyendo los miembros del Consejo del Reino, además del alcalde de Madrid, como si fuera a nacer el Príncipe de Asturias, aunque no fuera el caso.



El 20 de enero de 1716 nació en el Alcázar de Madrid el infante Carlos, primer hijo de Isabel con Felipe V. Al parecer los únicos contentos sinceramente fueron los padres del recién nacido. El resto de la corte y la población de Madrid no fueron capaces de dar muestras sinceras de alegría, al considerar que la reina Isabel de Parma se había excedido en los festejos con ocasión del nacimiento de su primogénito, olvidando que España tenía ya un Príncipe de Asturias, además de otros dos infantes herederos al trono; los tres fruto del anterior matrimonio de Felipe V.

La reina Isabel Farnesio estaba tan orgullosa de su numerosa prole, que se vanagloriaba de ello diciendo que a ella nunca le reprocharían lo que a su tía Mariana de Neoburgo, viuda de Carlos II, de quien se decía que dejó el trono español tan virgen como lo había encontrado. A estos siete hijos había que añadir los tres que ya tenía Felipe V de su anterior matrimonio con María Luisa Gabriela de Saboya.



Isabel de Farnesio fue madre de un rey y dos reinas: Carlos (1716-1788), que ocuparía los tronos de Nápoles-Sicilia y de España con el nombre de Carlos III; María Ana Victoria (1718-1781), que sería reina de Portugal tras casarse con José I y María Antonia Fernanda (1729-1785), esposa de Víctor-Amadeo III (Turín, 1726-Moncalieri, 1796) duque de Saboya y rey de Cerdeña entre 1773 y 1796.

También pudo ser madre de una reina de Francia, ya que su hija María Teresa (1726-1746) era esposa de Luis de Borbón, Delfín de Francia. Su prematura muerte producida antes del acceso al trono de su marido lo impidió.

 

Interferencias politicas


 
Retrato del Rey Luis XV de Francia y de Navarra (1710-1774).

En 1715, un año después de la boda entre Isabel y Felipe V ocurrió un hecho decisivo para la política europea: la muerte de Luis XIV, abuelo de Felipe V. El nuevo Delfín de Francia era el hijo del duque de Borgoña, un niño de cinco años, por lo que se hacia necesario el nombramiento de un regente. El caso es que casi presionado por su esposa Isabel, Felipe V decide optar a la regencia de Francia en calidad de tío del joven heredero. Este hecho despertó viejas enemistades con Austria, Francia, Gran Bretaña y Holanda, que consideraron que España vulneraba los acuerdos del Tratado de Utrecht firmado en 1713 y que había establecido un status quo en Europa.

Finalmente ante las presiones exteriores Felipe V desistió de su idea y fue nombrado regente de Francia el duque de Orleáns, sobrino carnal y yerno político del difunto Luis XIV. Sin embargo, Isabel salió beneficiada al conseguir para sus hijos la promesa de heredar los ducados de Parma y Toscana.

 

Cacerías Reales



Según las crónicas de la época Isabel y Felipe V, como otros monarcas españoles, desarrollaron una gran afición a la caza. Así los reyes practicaban la caza en los cotos reales cercanos a la villa de Madrid. Al parecer comenzaron a practicar la montería por recomendación médica, ya que era beneficiosa para la salud mental y física del monarca, y finalmente la practicaron también por placer.

La reina Isabel de Parma era una hábil cazadora, hecho que recogen los anales históricos. Así se describe como la reina practicaba la caza mayor en los bosques del Pardo y la Zarzuela situados en los alrededores de la villa de Madrid. Conejos y liebres en la Casa de Campo y pequeñas aves en el Buen Retiro.

 

Intrigas a la italiana

Isabel era una mujer dominante cuya única obsesión era dejar bien situados a sus numerosos hijos, ya que ninguno de ellos optaba directamente al trono de España. Consiguió así imponer su voluntad a su esposo el rey Felipe V, obligándole a realizar una intensa labor destinada a que sus hijos gobernaran en los territorios italianos que ella creía que por herencia les correspondían. Este hecho condicionó la política exterior española durante la primera mitad del siglo XVIII.

Los testigos de entonces describen con todo lujo de detalles como la soberbia reina española, hizo todo lo posible para entorpecer la educación política de su hijastro Fernando quien, tras la repentina muerte de su hermano Luis I había de sucederle en el trono de España. Así pues, por todos los medios posibles trataba de impedir la asistencia de Fernando a los Consejos de Estado que habían de ponerle al día sobre la situación del reino. Esta enconada intromisión de la reina Isabel hizo que se ganara muchas enemistades entre los nobles y cortesanos españoles.

 

Reyes antitaurinos


Hecho curioso durante el siglo XVIII fue el decaimiento de las corridas de toros celebradas anualmente en Madrid. Más concretamente durante el reinado de Isabel y Felipe V. Parece ser que la caída en desgracia de la tauromaquia fue debido a la falta de interés que en ambos despertaba la fiesta nacional, debido posiblemente a que ninguno se había criado en España y no habían desarrollado esta clase de afición que otros reyes españoles si habían tenido y que había contribuido a su financiación. En cualquier caso, a los reyes les parecía un espectáculo sanguinario supérfluo y sin sentido.

 

Planes y proyectos




La reina sufrió, al igual que su tía Mariana de Neoburgo, el destierro. Al contrario que aquella, Isabel fue desterrada dentro de los límites de España, concretamente al palacio de la Granja de San Ildefonso, situado en la provincia de Segovia. Este destierro fue decretado por su hijastro Fernando VI (Madrid, 1713-Villaviciosa de Odón, 1759), quien tras suceder a su padre en 1746 así lo decidió, ya que consideraba que la intromisión de su madrastra en los asuntos de Estado habían resultado muy negativos, y estuvieron encaminados a impedir su subida al trono.

 
Retrato perfilado en cera del Infante Don Carlos de Borbón (1716-1788), convertido en Duque de Parma y luego en Rey de Nápoles y de Sicilia.


Las maniobras políticas llevadas a cabo por la reina Isabel aseguraron primero a su hijo Carlos las coronas de Nápoles y de Sicilia. Pero las muertes de sus hijastros Luis I, tras siete meses de reinado, y Fernando VI tras casi trece años en el trono trastocaron los planes de forma positiva. Logró así que su hijo Carlos ocupara el trono de España, pese a que éste ocupaba el cuarto lugar en la sucesión. La infanta Maria Ana Victoria, conocida por todos como Marianita, era la tercera de los siete hijos del matrimonio formado por Isabel y Felipe V. Esta joven infanta española fue como en otras ocasiones utilizada como mero peón por la política del Estado, ya que fue prometida en matrimonio por dos veces. El primero de los contratos matrimoniales fue con Francia, como prometida del rey Luis XV de Francia. Pero cuando el duque de Borbón asumió el gobierno galo (sucediendo al finado duque de Orléans, en 1723), la devolvió por ser demasiado joven para consumar el matrimonio y la reemplazó por una princesa polaca mucho mayor que ésta, y en edad de proporcionar un heredero a Francia.

Tenía tan solo ocho años cuando fue devuelta a Madrid. El segundo de los contratos matrimoniales, en cambio, si llegó a cumplirse, convirtiéndose la joven infanta en la futura reina de Portugal tras casarse con el que sería el rey José I.

Fue durante los años de reinado de Felipe V y de su segunda esposa Isabel cuando a instancia suya se fundaron en España instituciones tan importantes para la cultura nacional como la Biblioteca Nacional, la Real Academia de la Lengua y la Real Academia de la Historia.



Isabel y su esposo Felipe V fueron los impulsores de la construcción del palacio de La Granja, en Segovia. Este palacio, que fue edificado emulando al palacio de Versailles -aunque a una escala menor-, rodeado de hermosos jardines y fuentes, fue concluido en 1736, tras diversas ampliaciones llevadas a cabo desde su inicio en 1719. Era el lugar de retiro favorito de estos reyes, como lo demuestra el hecho de que se retiraran a vivir allí tras la abdicación de Felipe V en 1724.

Parece ser que la estrategia seguida por Isabel de Parma para fortalecer la alianza con Francia mediante matrimonios de Estado fracasó completamente. El primero de estos matrimonios unía a Luis, Príncipe de Asturias con la princesa francesa Luisa Isabel de Orléans. Debido a la temprana muerte de Luis I no prosperó. El segundo intento fue prometer en matrimonio a la infanta Maria Ana Victoria, de tan solo cuatro años, con el rey Luis XV, cuyo primer ministro (el duque de Borbón) devolvió a la joven infanta española ante la imposibilidad de consumar el matrimonio, ya que ésta tenía tan solo ocho años. El tercer intento unió a la infanta María Teresa Rafaela con el primogénito de Luis XV, pero ésta falleció con tan solo veinte años tras dar a luz una niña que le siguió a la tumba.

 
Retrato de la Infanta Doña María-Ana Victoria de Borbón, ex prometida del Rey Luis XV de Francia y Princesa consorte de Brasil y de Beira (1718-1781), futura Reina de Portugal y de los Algarves.


 
Retrato del Infante Don Luis Antonio de Borbón, ex Arzobispo de Toledo y de Sevilla, ex Cardenal Primado y, finalmente, Conde de Chinchón (1727-1785).


Luis Antonio Jaime (1727-1785), sexto hijo de los reyes Isabel y Felipe V, fue nombrado arzobispo de Toledo y de Sevilla, gracias a las intrigas de su madre. Pero pese a obtener tan importante y lucrativo cargo, acabó renunciando a él por no estar de acuerdo con las exigencias del celibato, adoptando en su lugar el título de conde de Chinchón, quizá no tan importante, pero que en cambio le permitía una vida más libre.

La intromisión en política de la reina Isabel no conoció limites. Consiguió, con la ayuda del cardenal Alberoni la intervención militar de España en la guerra de Sucesión de Polonia, con el envío de tropas en Italia contra Austria. En el primer conflicto su hijo Carlos consiguió los reinos de Nápoles y Sicilia; y en el segundo conflicto de la guerra de Sucesión Austríaca, consiguió recuperar para su cuarto hijo Felipe (1720-1765) los ducados de Parma y Piacenza que estaban bajo dominio austríaco.

 

Abdicación y retiro



En enero de 1724 la reina Isabel vio interrumpida su carrera de intrigas y ambiciones. La interrupción se debió a que Felipe V, aquejado por una abrumadora depresión, decide abdicar; y lo hace en Luis, el primogénito habido con su primera esposa, la reina María Luisa Gabriela de Saboya. Disgustada, Isabel se ve obligada por las circunstancias a llevar una vida retirada junto a su marido en el palacio de La Granja, en Segovia.

El Palacio de La Granja en San Ildefonso, no lejos de la ciudad de Segovia, y ubicado en la Sierra del Guadarrama, está a unos 60 kms. de Madrid, capital administrativa y sede de la corte española. Fue por un casual que el rey Felipe V, yendo de cacería con su reina Isabel y algunos caballeros, descubrió el paraje que tanto le enamoró. Poco después, decidió que allí se le construyese un palacio barroco de dimensiones bastante reducidas seguramente en el año de 1719 o de 1720, encargando los planos y el proyecto al arquitecto Teodoro Ardemans, maestro mayor del Real Palacio y de la Villa de Madrid quien, obviamente, delegó la ejecución de la obra al aparejador Juan Román. Aunque se han barajado diversas fechas plausibles para el inicio de las obras, lo más seguro (y según los documentos del Archivo del Patrimonio Real) es que se empezaran el 1 de abril de 1721.

Tanto la edificación del palacio, cuyo tamaño se preveía modesto en principio, como el diseño de los extensos jardines a la francesa se iniciaron simultáneamente, tomando ejemplo de los existentes entonces en Versailles. El rey Felipe V, nostálgico de su época versaillesca, pretendía recrear un facsímil de la residencia real francesa a una escala reducida claramente inspirada en el Real Sitio de Marly y sus hermosos jardines. Para ello se contrataron al escultor René Carlier, al jardinero Etienne Boutelou y al ingeniero Etienne Marchand quien, a partir de 1725, iba a hacerse cargo de las obras.

El Real Sitio de La Granja de San Ildefonso no iba a ser uno más de los palacios diseminados por la geografía española, sino que tenía un destino más concreto: convertirse en la residencia veraniega de la Familia Real a partir de 1724. Puesto que el palacio primitivo debe acoger a los miembros de la Familia Real y a su corte, Ardemans tendrá que modificar sobre la marcha el conjunto con ampliaciones y añadir la Colegiata destinada a acoger los sepulcros de Felipe V e Isabel, sobre el antiguo emplazamiento de la vieja ermita de San Ildefonso. Las obras, casi constantes, durarán más de veinte años y, más allá de la muerte de Felipe V en 1746, seguirán bajo el impulso de su viuda Isabel Farnesio, principal ocupante del Real Sitio junto con los infantes don Luis y doña Maria-Antonia, futura reina de Cerdeña. Es más, por iniciativa de la reina-viuda, se construye el vecino Palacio de Riofrío para sus cacerías. Pero habría de esperarse el reinado de Carlos III para que La Granja adquiriera su ordenación definitiva.



 

La temporada hispalense


El traslado de la corte de Madrid a Sevilla, acaecido en 1725, estuvo causado por el empeoramiento de la depresión nerviosa de Felipe V. Éste se había visto obligado a regresar al trono tras la repentina muerte de Luis I (Madrid, 1707-Madrid, 1724) en agosto de 1724, apenas siete meses después de su abdicación. Las tareas de gobierno resultaron una pesada carga para Felipe V, quien vuelve a manifestar sus intenciones de abdicar. De hecho, la reina tuvo que confiscarle todo el material que pudiera servirle para redactar una renuncia formal a la corona, dejándole sin pluma, tinta ni papel al alcance de la mano, y prohibiendo terminántemente al servicio que le fueran proporcionados. Ante eso, Isabel decide el traslado de la corte a Sevilla, aduciendo razones de salud, y con la esperanza de que las distracciones del viaje le hagan olvidar al rey su obsesión por dejar la corona.

Fue durante los años de estancia de la corte en la ciudad hispalense cuando nace el último de los siete vástagos de Isabel y Felipe V. Se trata de la infanta María Antonia Fernanda (1729-1785) nacida en el Alcázar de Sevilla en 1729, y quien casada con Víctor-Amadeo III de Saboya, se convertirá en reina consorte de Cerdeña y Piamonte entre 1773 y 1785.

Durante los años que duró la estancia de la corte a Sevilla, Isabel se dio cuenta del verdadero alcance de la enfermedad mental de su esposo, que en aquella época denominaban "vapores". La enfermedad se había agravado tanto que había producido en el monarca una profunda depresión nerviosa. Intentando mejorar su estado de salud, Isabel organizó para Felipe agradables estancias por las bellas ciudades andaluzas y sus residencias reales, como en la Alhambra de Granada.


Reina-Viuda, Reina-Madre



Pese a que la historia ha tildado a la reina Isabel de Parma de ambiciosa e intrigante durante los últimos años de vida de su marido, demostró que tenía corazón y podía actuar desinteresadamente. Demostró ser una esposa devota de Felipe V, acompañándole hasta el final de sus días sin separarse jamás de él. Incluso en los momentos difíciles, la reina demostraba su temple y sangre fría cuando Felipe V, preso de ataques de paranoia, creía que pretendían envenenarle, confundía el día con la noche, se negaba a lavarse o incluso a cambiarse de traje hasta que éste caía en jirones que sólo la reina podía remendar.

El fallecimiento de Felipe V, debido a un derrame cerebral, se produjo el 9 de julio de 1746 en el palacio de La Granja. Según testigos presenciales, murió en brazos de su amada esposa Isabel, con quien había compartido el trono durante veintidós años. La subida al trono de su hijastro Fernando VI (Madrid, 1713-Villaviciosa de Odón, 1759) obligó a la reina-viuda a llevar una vida retirada en La Granja, totalmente alejada de la política de la Corte madrileña.

 

El retiro de La Granja de San Ildefonso y el interregno



En 1759, Isabel Farnesio tuvo, por segunda vez, que abandonar su tranquilo retiro en el palacio de La Granja. Entre agosto y diciembre de 1759 hubo de hacerse cargo del gobierno de España. La trágica muerte de su hijastro Fernando VI (Madrid, 1713-Villaviciosa de Odón, 1759) la obliga a regresar a Madrid para ocuparse de la regencia en nombre de su hijo Carlos III, en aquel momento rey de Nápoles y de Sicilia, hasta su llegada a España.

Tras la llegada de su hijo Carlos a España, y su subida al trono con el nombre de Carlos III, Isabel se retira de nuevo al palacio de La Granja. Según atestiguaron algunos cortesanos de entonces, allí pasó sus últimos años, aquejada de cataratas, tan llena de achaques y tan gorda que dos personas debían ayudarla siempre y en todos sus movimientos diarios, incluso a levantarse y a sentarse. Para colmo de males, Isabel sufría una progresiva ceguera que le impedía llevar la vida tan ajetreada que siempre había llevado.

Isabel de Parma murió en 1766, con setenta y tres años, cincuenta y dos de los cuales los había vivido en España. Lo más sorprendente es que había presenciado cuatro reinados distintos: El de su marido Felipe V, sus hijastros Luis I y Fernando VI, y su hijo Carlos III. Los cuatro primeros reyes de la dinastía Borbón en España.

 

Muerte en Aranjuez



El fallecimiento de Isabel, que se produjo en 1766 en el Real Sitio de Aranjuez, coincidió con el conocido motín de Esquilache, una revuelta protagonizada por el pueblo de Madrid entre el 23 y el 26 de marzo de ese mismo año, cuya causa inmediata fue el decreto del marqués de Esquilache, ministro de su hijo Carlos III, que prohibía el uso de la capa larga y el chambergo con el pretexto de que dichas prendas cubrían las caras de los sospechosos de delitos nocturnos.


El último deseo de la reina Isabel de Parma fue que, tras su muerte, su cuerpo reposase junto al de su marido Felipe V. Éste había decidido que sus restos tuvieran descanso en la colegiata del palacio de la Granja, palacio que ellos mismos habían mandado construir y donde según parece habían vivido sus momentos más felices.

De Isabel Farnesio, el rey Federico II de Prusia escribió:

 "La Reina Isabel Farnese habría querido gobernar al mundo entero; no podía vivir más que en el trono. Se la acusó de haber precipitado la muerte de don Luis, hijo de un primer matrimonio de Felipe V. Los contemporáneos no pueden ni acusarla ni justificarla de este asesinato. El carácter de esta mujer singular estaba formado por la soberbia de un espartano, la tozudez de un inglés, la sutileza italiana y la vivacidad francesa. Andaba audazmente hacia la realización de sus propósitos; nada la sorprendía, nada podía detenerla..."

Cita de la Semana

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"No conozco a ningún oponente que haya derrotado a más seres humanos que el miedo."

Frase de: Ralph W. Emerson (1803-1882), escritor, filósofo y poeta.

FERNANDO VI, REY DE LAS ESPAÑAS

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FERNANDO, EL REY PACÍFICO
1713 - 1759

 

 

Hipocondríaco, débil y dominado por mujeres, primero su madrastra y después su mujer, murió loco y sin descendencia teniendo que pasar el testigo a su hermano Carlos .

Fernando VI, el tercer Borbón proclamado rey de España, creció sin madre, ya que la reina María Luisa de Saboya murió tuberculosa cinco meses después de su nacimiento. Fue un hombre triste, destemplado, autoritario, receloso e hipocondríaco, pero todas estas características que conformaron su personalidad tienen un porqué.

Ya hemos contado en capítulos anteriores que su padre, Felipe V, estaba loco y que su segunda mujer, Isabel de Farnesio, fue como la madrastra de Blancanieves para los hijos de su marido. En cuanto a su hipocondría, obedecía a la temprana muerte de su hermano Luis al contraer la viruela.



Fernando nació el 23 de septiembre de1713. Su venida al mundo se celebró con tres días de luminarias, se cantó un tedéum por la mañana en la capilla real y por la tarde el Rey y su séquito acudieron en peregrinación a la basílica de Atocha para dar las gracias a la virgen por el feliz acontecimiento.


Estas alharacas, sin embargo, no cambiaron la actitud general de su padre, Felipe V, en cuanto a la relación afectiva. Como el rey apenas los veía, sus infantes se comunicaban con él mediante cartas cariñosas que les dictaban sus tutores. Los príncipes escribían en francés porque era el idioma que utilizaba la Familia Real.

Al igual que ocurriera con el Príncipe de Asturias, Isabel de Farnesio se encargó de divulgar el rumor de que Fernando era un chico enfermizo, que no viviría muchos años. Como, además, no era el heredero, convenció al loco de su marido para que no le permitiera el acceso a la milicia, al gobierno ni a las relaciones cortesanas. Uno de sus tutores, el conde de Salazar, se apiadó de él y, además de enseñarle lo importante que era ser honrado e íntegro, intentó prepararle para otros cometidos de mayor trascendencia.

De todos modos, en la mente de Fernando cuajaron las tres ideas básicas que su padre mandó imprimirle. A saber: los reyes lo son por derecho divino, la religión católica debía regir toda su vida y nunca emprendería acciones contrarias a los intereses de Francia.

 
Pintura de la Casa de Campo, residencia campestre madrileña del Infante Fernando, regalo de su hermano Luis I.


La tradición exigía que a los siete años tuviera su propio cuarto y fuera asistido sólo por hombres. Su padre también le autorizó a oír misa y hacer las comidas con el Príncipe de Asturias. Conscientes del vacío y el desprecio que Isabel de Farnesio sentía por los dos, combatían el desafecto y la soledad amándose como dos buenos hermanos. Por ello, la temprana e inesperada muerte de Luis convirtió a Fernando en un hipocondríaco para el resto de su vida.





A partir de entonces, el infante tuvo terror a las enfermedades, sobre todo a la viruela, que también le atacó. Precisamente, se encontraba pasando la cuarentena cuando Felipe V en un arrebato de locura, escribió al presidente del Consejo de Castilla abdicando en su persona. El documento fue interceptado por el arzobispo de Valencia, hombre de confianza de Isabel de Farnesio. A1 clérigo le faltó tiempo para entregárselo a la reina y ésta lo rompió en pedazos. Desde ese momento guardias adictos a la soberana vigilaron todos los movimientos de su marido.

 
Retrato de la Infanta María Bárbara de Portugal (1711-1758), Princesa consorte de Asturias; obra de Jean Ranc.
 
 
Retrato del Infante Don Fernando de Borbón y Saboya, XXVIIº Príncipe de Asturias (1713-1759); obra de Jean Ranc.
 


En 1729, el futuro Fernando VI se casó en Badajoz con Bárbara de Braganza, la mujer que le había elegido su madrastra. La princesa había nacido en Lisboa el 14 de diciembre de 1711 y era hija de Juan VI y María Ana de Austria, reyes de Portugal. Era horrorosa, y tan avariciosa que consiguió hacerse con una inmensa fortuna, pero era culta y tenía un carácter estudioso y pacífico. Aprendió música, canto, labores e idiomas.

Cuando falleció, en 1758, hallaron en su biblioteca más de 2.000 libros. Volúmenes firmados por los clásicos, de viajes, medicina, filosofía, ciencias políticas, matemáticas, religión, etc. Para paliar su fealdad y su gordura se vestía siempre con sus mejores galas y se adornaba con impresionantes joyas.

 
Retrato de Doña Isabel de Parma, Reina de las Españas y de las Indias (1692-1766); obra de L.M. Van Loo.


Hasta que Fernando fue proclamado rey, Bárbara tuvo que aguantar la marginación que le impuso la reina. Su marido aceptaba la situación con resignación cristiana, pero ella intentaba rebelarse, aunque sin ningún resultado. Los grupos casticistas y contestatarios, que odiaban a Isabel, tenían puestas sus esperanzas en ellos, pero enterada la reina del tema, rodeó a la pareja de espías.

Temiendo una sublevación, Isabel de Farnesio convenció al rey para que firmara un reglamento que regulara las actividades de los Príncipes de Asturias. Entre otras cosas se les prohibía comer en público, salir de paseo, visitar templos o conventos y recibir a embajadores, excepto a los de Francia y Portugal. Sólo podían visitarles y por separado, cuatro personas previamente autorizadas.

Esta especie de arresto domiciliario supuso una etapa de abandono y olvido, aprovechada por la reina para difundir el rumor de que Fernando era un enfermo irrecuperable y un incompetente. Por ello, cuando sustituyó a su padre, sus primeras medidas fueron desterrar a su madrastra a La Granja y emprender numerosas reformas.



El 9 de julio de 1746 falleció Felipe V. Al nuevo rey, de 33 años, lo describieron como un hombre de pequeña estatura y semblante ordinario. Melancólico y dócil, pero con violentos arrebatos de cólera e impaciencia. De la reina destacaban, su fealdad, su gula, su egoísmo y su avaricia. Pero todos coincidían en que los nuevos monarcas habían quedado tan asqueados de las guerras domésticas y de los conflictos internacionales promovidos por Isabel para situar a sus hijos, que sólo aspiraban a mantener la paz dentro y fuera de casa.

Fernando VI estaba convencido de que el amor a las conquistas territoriales había perjudicado los intereses nacionales, paralizando adelantos en la agricultura y el comercio, y como amaba la tranquilidad y no tenía los intereses políticos de su padre, impulsó una política de desarrollo económico.

Durante su reinado se vivió un decenio de fomento continuado de la riqueza del país. Sentó las bases de un mercado nacional, autorizando la libre circulación de mercancías en cualquier punto del Estado, algo impensable hasta entonces, ya que las aduanas y los impuestos interiores lo había hecho imposible. Otro mérito suyo fue refundir todos los tributos en uno.

En cuanto a Madrid, propulsó la estructura actual de la capital. Amante de la caza y la naturaleza, prohibió a los particulares el aprovechamiento de pastos, pesca y leña de los montes de El Pardo para que no se deterioraran o cayeran en manos privadas. Declaró bosque real la Casa de Campo, que había recibido como regalo de su hermano Luis. Además, la amplió expropiando terrenos y viviendas.

En cuanto a la política internacional, su mayor preocupación fue el lamentable estado en que su padre le dejó el conflicto de Italia. Fernando VI se mantuvo neutral en la primera fase de la Guerra de los Siete Años. Recuperó Menorca, que, al igual que Gibraltar, estaba en poder de Inglaterra. Los ingleses se apoderaron del Peñón en 1704, durante la guerra de Sucesión, y luego se quedaron con él a perpetuidad gracias al tratado de Utrecht.



El pueblo sabía que su rey era un hombre de carácter débil, dominado por su "bárbara esposa", pero como el país marchaba mejor que nunca, estaban contentos con él. Fernando participaba con gusto en una ceremonia vinculada a la sensibilidad callejera. Se celebraba el día de Jueves Santo. El rey sentaba a su mesa y lavaba los pies a 13 pobres de solemnidad. La ceremonia empezaba con el reconocimiento médico de los sin techo para comprobar que no padecían ninguna enfermedad contagiosa. Recordemos que para el monarca un simple catarro era sinónimo de muerte.

El siguiente paso era asearlos, tarea que corría a cargo del servicio. Entonces aparecía el rey, que venía de la capilla en comitiva, escoltado por su guardia. El monarca se quitaba la capa y el sombrero y procedía al lavatorio. Seguidamente se servía la comida con el habitual protocolo utilizado en la corte. En el menú entraban todo tipo de verduras, arroz, pescado fresco y empanado que, dadas las comunicaciones de la época, no se sabe en qué estado llegaría a una capital que no tiene el mar cerca. De postre, dulces y frutas.



En mayo de 1758, Bárbara de Braganza, que estaba muy enferma, sufrió una recaída y ya no se recuperó. Falleció el 27 de agosto, a los 47 años, de un cáncer de útero. El rey no superó la marcha de su amada esposa. Habían afrontado juntos las acometidas de Isabel de Farnesio y ya se sabe que las adversidades unen mucho.

La gran sorpresa vino cuando abrieron su testamento y se descubrió que había nombrado heredero universal a su hermano Pedro. La reina había acumulado siete millones de reales. Una fortuna, fruto de sus años de rapiña. Al pueblo le dolió mucho más que ese capital saliera de España, que la muerte de su soberana. A su marido le legó joyas de poco valor, una imagen de la virgen, y lo que él eligiese de sus pertenencias. Fernando cogió una carta manuscrita de Santa Teresa, unos cuadros y un juego de té. Por deseo suyo, Bárbara fue enterrada en el convento de la Visitación, más conocido por Las Salesas.



El físico y la mente del rey empezaron a debilitarse a pasos agigantados. Abandonó los asuntos de Estado y su cuidado personal. Lloraba sin cesar. Cualquier conversación servía para recordar a su mujer. Dormía sobre dos sillas y un taburete. Se había vuelto loco.

 
Retrato de Don Fernando de Silva y Alvarez de Toledo, XIIº Duque de Alba (1714-1776); obra de A.R. Mengs, 1760. / Abajo, detalle de un cuadro del siglo XVIII que representa el Castillo de Villaviciosa de Odón, propiedad comprada en 1738 por el rey Felipe V y, más tarde, otorgada al Infante Don Luis Antonio Jaime de Borbón Farnese, futuro Conde de Chinchón y "guardián" de su enloquecido y recluído medio-hermano Fernando VI.
 
 

El duque de Alba consiguió que testara. Como no había tenido hijos, nombró sucesor al futuro Carlos III, rey de Nápoles y de Sicilia, y de regente a Isabel de Farnesio, lo que nunca hubiera hecho de estar en su sano juicio. Fernando VI murió el 10 de agosto de 1759, en el castillo de Villaviciosa de Odón, donde se había recluido desde que le faltó su esposa. Fue enterrado junto a ella, en las Salesas.


Cita de la Semana

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"Contrariamente a lo que se cree, Dios no reside en un cielo de nubes, simplemente habita en mentes nubladas."

Frase de: Carl Sagan (1934-1996), astrofísico, astrónomo, cosmólogo y escritor. / Atribuída también a un tal Kid Sagan, colega de profesión del anterior.

CARLOS III, REY DE LAS ESPAÑAS

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CARLOS III, EL REY REFORMADOR

1716 - 1788
 
 

Obsesionado por la locura hereditaria de sus predecesores en el trono, Carlos se caracterizó por ser el monarca de la dinastía Borbón más equilibrado, tranquilo e insulso del siglo XVIII. Bien entrenado y formado por su paso por los tronos de Parma y de Nápoles, llegó a Madrid como un rey ilustrado y reformador con "tablas" en el arte de gobernar para el pueblo pero sin el pueblo. Soberano meapilas sin caer en la beatería extrema, muy celoso de su poder absoluto, modernizador muy moderado, hombre poco agraciado de costumbres invariables y de una sola mujer, Carlos III fue un gobernante bienintencionado más grisáceo que brillante.



El 20 de enero de 1716, entre las tres y las cuatro de la madrugada, en el viejo, inmenso y destartalado Alcázar, nacía el niño que con el paso de los años iba a ser investido como rey de las Españas con el nombre de Carlos III. Fruto del matrimonio de Felipe V con su segunda esposa, la parmesana Isabel de Farnesio, mujer de fuerte personalidad y opinión política propia, el nuevo infante venía al mundo con pocas posibilidades de ser proclamado rey de la vasta Monarquía hispana.

 
Retrato de Don Carlos de Borbón y Farnese, Infante de España (1716-1788); obra de Jean Ranc, 1724.


Su infancia transcurrió dentro de los cánones establecidos por la familia real española para la educación de los infantes. Hasta la edad de los siete años fue confiado al cuidado de las mujeres, siendo su aya la experimentada María Antonia de Salcedo, persona a la que siempre guardó gratamente en su recuerdo. Después tomaron el relevo los hombres, comandados por el duque de San Pedro y un total de catorce personas que iban a conformar el cuarto del infante. El niño "muy rubio, hermoso y blanco" del que nos habla su primer biógrafo coetáneo, el conde de Fernán Núñez, gozó durante su primera infancia de buena salud, amplios cuidados y una enseñanza rutinaria dentro de lo que se estilaba en la corte española. Además de las primeras letras, Carlos recibiría una educación variada propia de quien el día de mañana podía ser un futuro gobernante. Así, la formación religiosa, humanística, idiomática, militar y técnica se combinaría durante años con la cortesana del baile, la música o la equitación para ir forjando la personalidad de un joven de buen y mesurado carácter, solícito a las sugerencias paternas y educado en la convicción de la evidente supremacía de la religión católica. También fue en su más tierna infancia cuando Carlos se aficionó a la caza y a la pesca, pasiones, especialmente la primera, que nunca abandonaría a lo largo de su vida.

 
Retrato del Infante Carlos de Borbón en 1729, por Jean Ranc.


Pronto el infante Carlos empezó a entrar en los planes de la diplomacia española y en las cábalas de Isabel de Farnesio, estas últimas destinadas a dar a su primogénito una posición acorde con su rango real. En la política internacional de los gobiernos felipinos, alentada por el irredentismo italiano que anidaba en la Corte madrileña desde que las cláusulas más lesivas del Tratado de Utrecht (1714) habían dejado a España fuera de la península transalpina, Carlos iba a revelarse como una pieza importante. Tras numerosas vicisitudes bélicas y diplomáticas en el complicado cuadro europeo, se presentó la ocasión propicia para que Carlos pudiera alcanzar un sillón de mando en Italia. La misma tuvo lugar con la muerte sin descendencia, en 1731, del duque Antonio de Farnesio, precisamente el día en que Carlos cumplía quince años, lo que propició que el joven infante fuera encauzado hacia los caminos de Italia. Primero se asentaría en los pequeños pero históricos ducados de Toscana, Parma, Plasencia, donde permanecería muy poco tiempo, pues los acontecimientos bélicos derivados de la cuestión sucesoria de Polonia lo condujeron finalmente a ser proclamado rey de las Dos Sicilias el 3 de julio de 1735 en Palermo, contando tan solo con diecinueve años de edad.

 
Retrato de Carlos I de Borbón, Duque de Parma, Piacenza y Guastalla (1716-1788); obra de G.M. Delle Piane, 1732.
 
 
Retrato de Carlos VII de Borbón, Rey de Nápoles y de Sicilia (1716-1788); obra de Giuseppe Bonito, entre 1738 y 1740.
 


Nápoles no fue para Carlos un destino intermedio en espera del gran reino de España. Allí vivió un cuarto de siglo, allí emprendió una política reformista en un complicado país dominado por las clases privilegiadas y allí constituyó, con su amada esposa María Amalia, una familia numerosa de trece hijos, siete mujeres y seis varones. Durante su reinado napolitano, Carlos configuró definitivamente su carácter y su modelo de reinar, siempre ayudado por su consejero personal Bernardo Tanucci y siempre tutelado por sus padres desde Madrid. En términos generales aprendió a ser un rey moderado en la acción de gobierno, un soberano que supo animar una política reformista que sin acabar con todos los problemas que sufría el abigarrado pueblo napolitano y sin menoscabar los poderes esenciales de la nobleza, al menos sí consiguió que el reino se consolidara como tal, que fuera cada vez más italiano y que tuviera una cierta consideración en el concierto internacional.


 
Retrato de Fernando VI de Borbón (1713-1759), Rey de las Españas y de las Indias entre 1746 y 1759.


Cuando ya pensaba que su destino último era Nápoles, la muerte sin descendencia de su hermanastro Fernando VI lo condujo de vuelta a su patria de nacimiento. Carlos cumplió así con unos designios testamentarios que en buena parte él consideraba dictados por la Divina Providencia. Dejando como rey de las Dos Sicilias a su hijo Fernando IV y siendo despedido con afecto por el pueblo, embarcó rumbo a Barcelona, donde el calor popular vino a demostrar que las heridas de la Guerra de Sucesión cada vez estaban más cicatrizadas.

El rey que Madrid recibió el 9 de diciembre de 1759, en medio de una incesante lluvia, era un monarca experimentado y maduro, como gobernante y como persona, lo cual representaba una cierta novedad en la historia de España. En estos primeros tiempos madrileños, Carlos vivió una experiencia familiar agradable y otra amarga. La primera se produjo por la designación de su primogénito, el futuro Carlos IV, como heredero de la corona española, sobre lo cual existían algunas dudas dado que había nacido fuera de España. El segundo, fue la desaparición de su esposa, que con la salud quebradiza y con cierta nostalgia napolitana no pudo superar el año de estancia en España. Esta muerte afectó seriamente a Carlos, que ya no volvería a desposarse nunca más pese a algunas insistencias cortesanas.

 
Retrato ecuestre de Don Carlos III de Borbón, Rey de las Españas y de las Indias (1716-1788).
 
 
Retrato de la Princesa Electriz María-Amalia de Sajonia, Princesa Real de Polonia y Lituania, ex Reina de Nápoles y de Sicilia, Reina consorte de las Españas y de las Indias (1724-1760); obra de G. Bonito, circa 1738-1740.
 
 
Retrato de Don Carlos Antonio de Borbón y Sajonia, Príncipe Real de Nápoles y de Sicilia, XXVIIIº Príncipe de Asturias y Heredero de la Corona Española (1748-1819); obra de Lorenzo Tiépolo.
 
 

El monarca que España iba a tener en los próximos treinta años mantendría una misma tónica de comportamiento en su vida personal. Según todos los datos recogidos por sus biógrafos, era una persona tranquila y reflexiva, que sabía combinar la calma y la frialdad con la firmeza y la seguridad en sí mismo. Cumplidor con el deber, fiel a sus amigos íntimos, conservador de cosas y personas, era poco dado a la aventura y no estaba exento de un cierto humor irónico. Dotado de un alto sentido cívico en su acción de gobierno, tenía en la religión la base de su comportamiento moral, lo que le llevaba a sustentar un acusado sentido hacia los otros y una cierta exigencia sobre su propio comportarse, que concebía siempre como un modelo para los demás, fueran sus hijos, sus servidores o sus vasallos.

En cuanto a su apariencia personal, bien puede decirse que no era nada agraciado. Bajo de estatura, delgado y enjuto, de cara alargada, labio inferior prominente, ojos pequeños ligeramente achinados, su enorme nariz resultaba el rasgo más distintivo de toda su figura. A todo ello había que añadir un progresivo ennegrecimiento de su piel a causa de la actividad física de la caza, práctica cinegética que continuadamente realizaba no solo por motivos placenteros, sino como una especie de terapia que él consideraba un preventivo para no caer en el desvarío mental de su padre y de su hermanastro. El retrato con armadura pintado por Rafael Mengs confirma los rasgos físicos del Carlos maduro y la pintura de Goya, presentándolo en traje de caza, con una leve sonrisa en los labios entre burlona y bondadosa, lo ha inmortalizado como un rey campechano y poco preocupado por la elegancia en el vestir.

 
"El Almuerzo del Rey Carlos III ante su corte" obra de Luis Paret.


A pesar de residir en la Corte (no realizó ningún viaje fuera de los Sitios Reales), era un mal cortesano, al menos en los usos y costumbres de la época. No le divertían los grandes espectáculos, ni la ópera ni la música. Su vida era metódica y rutinaria, algo sosa para lo que su posición privilegiada le hubiera permitido. Se despertaba a las seis de la mañana, rezaba un cuarto de hora, se lavaba, vestía y tomaba el chocolate siempre en la misma jícara mientras conversaba con los médicos. Después oía misa, pasaba a ver a sus hijos y a las ocho de la mañana despachaba asuntos políticos en privado hasta las once, hora en la que se dedicaba a recibir las visitas de sus ministros o del cuerpo diplomático. Tras comer en público con rutina y frugalidad - en verano dormía la siesta pero no en invierno - invariablemente salía por las tardes a cazar hasta que anochecía. Vuelto a palacio departía con la familia, volvía a ocuparse de los asuntos políticos y a veces jugaba un rato a las cartas antes de cenar, casi siempre el mismo tipo de alimentos. Después venía el rezo y el descanso. A diferencia de otras cortes europeas del momento, la carolina se comportó siempre con una evidente austeridad. Quizá esta vida rutinaria fue en parte la que le permitió ser un rey con excelente salud, pues salvo el sarampión de pequeño no tuvo importantes achaques hasta semanas antes de su muerte.

 
Retrato de Don Carlos III, Rey de las Españas y de las Indias (1716-1788), en traje de caza; obra de Francisco de Goya.


Carlos fue un rey muy devoto, con un sentido providencialista de la vida ciertamente acusado. Su pensamiento, su lenguaje y sus actos estuvieron siempre impregnados por la religión católica. Aunque no puede decirse que fuera un beato, resultó desde luego un creyente fervoroso, con gran devoción por la Inmaculada Concepción y por San Jenaro (patrón de Nápoles). De misa y rezo diarios, era un hombre preocupado por actuar según los dictados de la Iglesia para conseguir así la eterna salvación de su alma, asunto que consideraba de prioritario interés en su vida. Esta profunda religiosidad, sin embargo, no fue obstáculo para dejar bien sentado que, en el concierto temporal, el soberano era el único al que todos los súbditos debían obedecer, incluidos los eclesiásticos.

Estaba profundamente convencido de la necesidad de practicar su oficio de rey absoluto al modo y manera que reclamaban los tiempos. Cualquier opinión acerca de que era un mero testaferro de sus ministros debe ser condenada al saco de los asertos sin fundamentos. Él era quien elegía a sus ministros y quien supervisaba sus principales acciones de gobierno, y si bien tenía querencia por mantenerlos durante largo tiempo en sus responsabilidades, no dudaba tampoco en cambiarlos cuando la coyuntura política así se lo daba a entender. Lo que sí hacía era trasladarles la tarea concreta de gobierno. Una labor para la que requería ministros fieles y eficaces, técnicamente dotados y con claridad política suficiente como para comprender que todo el poder que detentaban procedía directa y exclusivamente de su real persona. Escuchaba mucho y a muchos, era difícil de engañar y los asuntos realmente importantes los decidía personalmente. Su correspondencia con Tanucci y los testimonios de grandes personajes del siglo atestiguan que podía pasarse una parte del día cazando, pero que los principales asuntos de Estado solía llevarlos en primera persona y con conocimiento de causa. Carlos siempre mantuvo el timón de la nave española y siempre fue él quien fijó su rumbo. Así lo pudieron constatar personajes políticos de la talla de Wall, Grimaldi, Esquilache, Campomanes, Floridablanca o Aranda, entre otros.

 
Retrato de Don Carlos III (1716-1788), Rey de las Españas y de las Indias entre 1759 y 1788; obra de Anton Raphael Mengs.


Comandando estos hombres, y con la experiencia siempre presente de lo que había acometido ya en Italia, trazó un plan reformista heredado en gran parte de sus antecesores, un plan que buscaba favorecer el cambio gradual y pacífico de aquellos aspectos de la vida nacional que impedían que España funcionara adecuadamente en un contexto internacional en el que la lucha por el dominio y conservación de las colonias resultaba un objetivo prioritario de buena parte de las grandes potencias europeas, en especial de Inglaterra, que fue la mayor enemiga de Carlos debido a sus aspiraciones sobre los territorios españoles en América. Una política de cambios moderados y graduales en la economía, en la sociedad o en la cultura, que no tenía como meta última la de finiquitar el sistema imperante, que Carlos consideraba básicamente adecuado, sino dar a la Monarquía un mejor tono que le permitiera ser más competitiva en el marco internacional y mejorar su vida interna, fines ambos que eran vasos comunicantes en el pensamiento carolino. Así pues, Carlos fue un actor principalísimo, el "nervio de la reforma", en la continuidad del regeneracionismo inaugurado por su dinastía desde las primeras décadas del siglo: no se inventó la reforma de España, pero estuvo sinceramente al frente de la misma durante la mayor parte de su reinado. Sin ser un intelectual, su educación le llevó a la profunda creencia de que el más alto sentido del deber de un monarca era engrandecer la Monarquía y mejorar la vida de su pueblo. Y ese profundo convencimiento lo animaría a liderar una renovación del país a través de una práctica a medio camino entre el idealismo moderado y el pragmatismo político.

Como es natural, la edad fue mermando en Carlos sus ímpetus de gobierno. En los últimos años de su vida, su progresiva pérdida de facultades lo condujeron a delegar cada vez más la tarea de gobernar en manos del conde de Floridablanca, que llegó a convertirse en su verdadero primer ministro. Tras cincuenta años de reinado, entre Nápoles y España, aunque no perdía el hilo de las cuestiones fundamentales, el rey fue comprendiendo que ya no era el de antes. De hecho, en el crepúsculo de su vida, se encontró bastante solo. Ya no tenía esposa, la mayoría de sus hermanos habían muerto, las relaciones con su otrora fraternal hermano Luis eran precarias, las que mantenía con su hijo Carlos, el futuro heredero, no eran demasiado fluidas, y sin duda resultaban tensas las existentes con su hijo Fernando, rey de Nápoles. Además, en 1783, había muerto su viejo amigo Tanucci y cinco años más tarde el mazazo de la muerte de su querido hijo Gabriel y de su esposa fue el principio del fin para Carlos: "Murió Gabriel, poco puedo yo vivir", anunció con cierta premonición. Y, en efecto, Carlos no se equivocaba. Aquel iba a ser su último invierno. Tras una breve enfermedad, el 14 de diciembre de 1788, fallecía sin aspavienteos, sin espectáculo, con sobriedad, y sin locura alguna, lo que debió ser para él un íntimo alivio.

 
Vista del Palacio Real de Madrid en la segunda mitad del siglo XVIII.


Desde luego, el reformismo moderado que siempre practicó en política no sirvió para arreglar definitivamente los profundos problemas que albergaban los dos reinos que tuvo que gobernar. No fueron pocas, incluso, las contradicciones existentes en la política carolina en parte propiciadas por el carácter y el ideario real y en parte por un mundo cambiante que se debatía entre lo nuevo y lo viejo, entre la fuerza de las innovaciones y el peso de la tradición. En el caso de España, no todas las enfermedades estaban sanadas cuando desapareció, pero, como ocurrió en Nápoles treinta años antes, bien puede decirse que su salud era mejor que al principio de su reinado. Al menos, en España pudo cumplir con lo que fue una de sus promesas más queridas: que nadie extirpara del cuerpo de la Monarquía ninguna de sus partes. En el complicado intento de mantener y renovar una Monarquía instalada en el Viejo y el Nuevo Mundo, bien puede afirmarse que Carlos III se apuntó más logros en su haber que deficiencias en su deber.


CATALUÑA Y LOS CATALANES: Una limpieza étnica historiográfica

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CATALUÑA Y LOS CATALANES:
 
UNA LIMPEZA ÉTNICA HISTORIOGRÁFICA
 

 
La historia la escriben los vencedores, y no sólo la suya, también escriben la historia de los vencidos. La cosa se agrava cuando el vencido se convierte en colonia del vencedor, que se convierte, por tanto, en colonizador.

El colonizador debe justificar la sumisión del colonizado y, por tanto, lo que hace es manipular la propia historia y la del colonizado. En esta operación todo vale: mentiras, medias verdades, tergiversaciones, ocultaciones, silencios interesados. El resultado: una historia falsa, útil para el colonizador, diseñada con todo el pragmatismo posible. La cuestión es simple: justificar lo injustificable.

En su tesis doctoral, "Naciones negras y cultura" (1954), escrita en pleno proceso de descolonización africano, el senegalés Cheikh Anta Diop afirma en el prólogo:

"Sin embargo, estas teorías 'científicas' (la historia de África escrita por los europeos) sobre el pasado africano son eminentemente consecuentes, en tanto que son utilitarias y pragmáticas. La verdad se descubre al conocer el servicio de que son estas teorías y al descubrir que están al servicio del colonialismo: su objetivo no es otro que, cubriéndose de la manta de la ciencia, llegar a hacer creer al Negro que nunca ha sido responsable de nada válido ni valioso, ni siquiera de lo que existe en su propia tierra. Se quiere así facilitar el abandono, la renuncia a toda aspiración nacional por parte de aquellos que dudan, a la vez que refuerzan los reflejos de subordinación de los que estaban alineados (con los colonizadores) ".

Si cambiamos 'africano' y 'negro' por 'catalán' tenemos una perfecta descripción de cómo ha trabajado desde siempre la historiografía española con Cataluña.

Una de las razones que usan los españoles para negarnos el derecho a un estado propio es la falacia "nunca fuisteis nación", "nunca fuisteis estado". Y, en consecuencia: si, según ellos, no existimos ni como pueblo ni nunca hemos tenido estado, ¿qué reclamamos ahora?

Para justificar una afirmación tan esperpéntica hay que mentir mucho y mucho, tergiversar y ocultar mucho y mucho. No sólo somos nación, y de las más antiguas de Europa, sino que nuestro estado es más que milenario, donde desde la Paz y Tregua de 1027 se inició un parlamentarismo que limitaba el poder real y se fijó una división de poderes. Muy diferente de Castilla y del resto de Europa donde los monarcas absolutos, mediante la coacción militar, gobernaban sus estados con un pequeño contingente de funcionarios y compartían, poco, el poder con la aristocracia. Sin embargo todo el mundo era propiedad del monarca.

 
Fragmento de "La Nación Inventada: una historia diferente de Castilla", de Arsenio e Ignacio Escolar, 2010.
 
 
Alfonso X "El Sabio", Rey de Castilla y de León (1221-1284).
 


Las mentiras vienen de muy lejos. Ya en el siglo XIII, un esbirro de Alfonso X de Castilla el Sabio (sic) llamado Jiménez de Rada escribió una falsa crónica donde se exageraba la importancia de Castilla y plasmaba el supuesto derecho del rey de Castilla sobre todos los reinos hispánicos. Se dice que la Crónica de Jaime I la hizo escribir este rey para combatir esta pseudocrónica castellana.

Esta tradición de mentir y tergiversar estaba viva en el siglo XVI, momento en que las crónicas castellanas rellenas de mentiras llegan a sacar de quicio al tortosino Cristòfol Despuig hacia el 1557.

La culminación de este proceso falsificador tuvo lugar a finales del siglo XIX, en la época en que la historiografía nació como ciencia y que coincidió con el nacimiento del catalanismo político. El estado español encargó a otro esbirro, Menéndez Pidal, la elaboración de una historia de España a gusto y medida de Castilla, con el fin de justificar lo injustificable: nuestro sometimiento a una España castellana con Madrid como la 'lógica' capital. La historia inventada por Menéndez Pidal es la que pasó a las enciclopedias y los planes de enseñanza de los niños en la instrucción pública. Últimamente, parecía que esto se podía corregir un poco, pero ya tenemos la ley Wert para volver a explicar las aberraciones inventadas por Menéndez Pidal y sus seguidores, aunque aplicando el principio de Goebbels de que una mentira repetida cien veces, acaba convirtiéndose en verdad.

En 2006 National Geographic celebraba el centenario de las primeras reportajes fotográficos de naturaleza realizados por profesionales con el lema "Cuando algo la haces durante cien años, nadie la puede hacer mejor". Un lema que se podría aplicar a los historiadores españoles: "Cuando haces trampas durante más de setecientos años, nadie lo puede hacer mejor". Desgraciadamente, los historiadores catalanes han adoptado, acríticamente, los puntos de vista de la historiografía española, renunciando a seguir unos caminos propios y, incluso, como fue el caso de Vicente Vives y sus seguidores, empeñándose en desmontar los ya iniciados, como los de Ferran Soldevila.

Claro que por mucha documentación que se destruya o se manipule hay cosas que no pueden tergiversar o apropiarse de ellos. Porque es muy difícil apropiarse, por ejemplo, del imperio marítimo catalán y de todo lo que lo rodeaba. Construido en el Mediterráneo a partir del siglo XIII, gracias a la poderosa marina catalana, este imperio convirtió Cataluña en una potencia europea con decenas de consulados de mar extendidos por el Mediterráneo y el Atlántico, fundados por la burguesía catalana, básicamente de Barcelona, Ciudad de Mallorca y Valencia, con el apoyo real. Se desarrolló una legislación marina que ha sido un referente durante siglos: el Libro del Consulado de Mar; y todo un sistema financiero relacionado con el comercio, especialmente el marítimo: letras de cambio, seguros marítimos, mesas de cambio (lugares donde se cambiaba la moneda forastera en local y al revés, para facilidad del intercambio) y, incluso , la primera mesa de cambio (banca) pública, en 1401.

 
Fragmento de "Los Reyes de Aragón en Annales Históricos" de Pedro Abarca, Madrid 1682. / Abajo, fragmento de "Anales de la Corona de Aragón" de Jerónimo Zurita y Castro, Zaragoza, s. XVI.


Como de esto no podían apropiarse ¿qué hicieron los historiadores españoles? Pues, por arte de magia transformaron los catalanes en aragoneses y Cataluña en un apéndice secundario de Aragón. Ya en el siglo XVI se inventaron el nombre de Corona de Aragón para nombrar el estado catalán medieval. A mediados del siglo XVIII, Carlos III hizo cambiar el nombre del Archivo Real de Barcelona por el de Archivo de la Corona de Aragón.

Así, hablan, sin pudor alguno, del imperio marítimo 'aragonés', de marina 'aragonesa' y de ejército 'aragonés '. Nuestros reyes se transforman en 'aragoneses', los llaman con la numerología 'aragonesa' y Cataluña pasó a llamarse 'Aragón' y nuestra bandera ha pasado a ser 'la bandera de Aragón '.

 
Fragmento de "Modo de Proceder en Cortes de Aragón" de Jerónimo de Blancas y Tomá, Zaragoza 1641.


Dado que Aragón es un país terrestre sin costa y, por consiguiente, sin marina y que está más que documentado que los aragoneses, excepto en el caso de la conquista de Valencia, nunca se interesaron por ninguno de los proyectos de expansión del imperio catalán, estimulado sobre todo por la pujante y potente burguesía catalana. El ejército que construyó el imperio era catalán, de arriba abajo. La presencia aragonesa era testimonial y, la mayoría de las veces, inexistente, nula. Nuestros reyes vivían en Barcelona, el catalán era su idioma familiar, en catalán escribieron sus crónicas, siempre usaron la numerología catalana y ninguno de ellos nació en Aragón (con la excepción de los Trastámara). La señal de los soberanos catalanes, los condes de Barcelona, cuatro palos rojos sobre fondo dorado, es el segundo más antiguo de Europa y bastante anterior a la anexión de Aragón.

Y, a pesar de todas las evidencias en este sentido, los historiadores españoles, muchos catalanes incluidos y los que los siguen en el extranjero, en sus sobre historia medieval hispánica (artículos, comunicaciones, libros) mencionan muy esporádicamente (o, incluso , nunca) las palabras 'Cataluña' o 'catalán'. Para referirse a los catalanes usan las palabras 'Aragón' y 'aragonés '.

Es decir, mienten sobre nuestra naturaleza, nos niegan nuestra existencia como pueblo. Perpetran una auténtica y real limpieza étnica historiográfica hecha con una clara intencionalidad política xenófoba para justificar nuestra sumisión en España, para justificar nuestro status de país colonizado. Si nunca hemos existido, si siempre hemos sido marginales, si nunca hemos hecho nada, no nos podemos quejar de nada.

Carles Camp.

Fundación de Estudios Históricos de Catalunya.
Editorial Abril 2014.
Catalunya i els catalans: una neteja ètnica historiogràfica.


JEAN LANNES: De aprendiz de tintorero a mariscal de Francia

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JEAN LANNES, DUQUE DE MONTEBELLO
MARISCAL DE FRANCIA
1769 - 1809
 
 

El Hermano que nunca tuvo Napoleón

Ya durante su vida, el Mariscal Jean Lannes, fue considerado por el emperador Napoleón I como el mejor de todos; el Gran Corso lo tenía en tan alta estima que le otorgó los títulos de Duque de Montebello y Príncipe de Sievers. Destacó en múltiples batallas, haciendo gala de una gran valentía y coraje, siempre al frente de sus hombres. Para Napoleón fue el hermano que siempre deseó tener. Esta es su historia...


Nació en Lectoure (Gers), el 14 de abril de 1769, era hijo de un modesto marchante de bienes o agricultor según diferentes fuentes, y su padre le colocó de aprendiz en un taller de tintorería, hasta que en 1792, pasando por aquella villa un batallón de voluntarios, se enrolaría también él. Tenía gran coraje, aunque descartado por razones políticas, en 1795 reglamentariamente fue nombrado Jefe de Brigada y al año siguiente, como simple soldado se enroló para la campaña de Italia. El 10 de junio de 1796, Bonaparte le ordena tomar el puente de Lodi, Lannes lo hace con tal valor y coraje, que los soldados le siguen enardecidos y logran lo que parecía imposible, imponerse a la artillería que defendía aquel difícil punto. El 14 de noviembre, durante la batalla de Arcole, recibe en su cuerpo dos balas. Al día siguiente, se apresta nuevamente a la lucha precipitándose sobre el campo de batalla, para caer luego desmayado después de haber recibido un tiro en la cabeza.


Sus Grandes Batallas


Dos meses más tarde, hallándose en Rivoli, el 14 de enero 1797, apenas repuesto, Bonaparte repara en su hazaña y le cita elogiosamente en su informe, al tiempo que le nombra General de Brigada. Desde ese día entre ambos generales habrá una gran amistad. Toma después la plaza de Imola, tras lo cual el Papa se decide a concluir el tratado que se le proponía. Después de pasar a Egipto, en aquellas tierras se distinguirá especialmente en el asedio a San Juan de Acre, en las jornadas del 19 y 20 de abril de 1798, donde nuevamente es gravemente herido. El 25 de julio de siguiente año, en Aboukir, toma el reducto turco a la cabeza de diez batallones. En premio a su sacrificada labor, Bonaparte le promociona al grado de General de División, y regresa a Francia con Napoleón, acompañándole cuando va a ponerse a la cabeza del Estado en la larga jornada del 18 y 19 Brumario. El Primer Cónsul el 16 de abril de 1800 es nombrado Jefe de la Guardia del Consulado. Poco después, a la cabeza de la vanguardia, Napoleón le envía nuevamente a Italia, para que inicie la segunda campaña, derrotando a los austriacos en la batalla de Montebello, el 9 de junio de 1800, y cinco días después, el 14 de junio lo hace en la batalla de Marengo, donde sus hombres apostados en posiciones idóneamente dispuestas, resistieron durante siete horas los embates de sus oponentes que lanzaban impresionantes cargas, sin que aquellos hubiesen de ceder un palmo de sus asentamientos.

Quiso Napoleón premiarle con un descanso, y por ello le nombró Embajador en Lisboa, aunque su cargo fue efímero, debido a su total incapacidad para la diplomacia, al carecer de tacto y dotes de mediador dialéctico. Ante ello, Bonaparte, el 19 de mayo de 1804, le nombra Mariscal del Imperio. Puesto a la cabeza del V Cuerpo en la campaña de Austria, en 1805, mandaría el ala izquierda en la jornada del 2 de diciembre en aquella apoteósica batalla en Austerlitz.. En 1806 toma parte en la campaña de Prusia y derrota y somete al Príncipe Louis de Prusia, en Saalfeld. En la batalla de Jena, el 14 de octubre de 1806, mandará el centro de aquella máquina bélica que era la Grande Armée. El 26 de diciembre derrotará a los rusos en la batalla de Pultusk, donde nuevamente es herido. Vuelto nuevamente al frente bélico, toma el mando de la vanguardia en Friedland y durante cuatro horas resiste los asaltos del ejército ruso de Benningsen. En su retorno, en mayo de 1807, apoyo brillantemente el sitio de Dantzig.

Napoleón ante la brillantez de su trayectoria militar le premia ahora con el principado de Sievers y el ducado de Montebello.

Destinado en 1808 a España, como Coronel General de Suizos, logrará un brillante triunfo en la batalla de Tudela, y su presencia conducirá a la victoria en el cerco de la inmortal plaza de Zaragoza. Después de ello, nuevamente es enviado a la campaña de Austria, donde se incorpora participando en la maniobra de Landshut y el 22 de abril en la batalla de Eckmühl. Cerco de Ratisbonne, donde tomó una escala y escaló los muros como si un soldado más hubiese sido venciendo aquel mismo año de 1809, en Abensberg, Ámsterdam, y en Essling, donde durante toda la jornada contuvo al ejército del archiduque Carlos, que triplicaba el número de plazas que aquel mandaba. El tesón y la extraordinaria valentía con que permanentemente recorría los puestos, hizo que al caer la tarde una bala perdida de cañón le hiriese gravemente en las piernas, resultando con ambas rotas y que hubieron de serle amputadas en un improvisado hospital de campo en la isla de Lobau. Las tremendas heridas y la gran pérdida de sangre condujeron a que falleciese en la madrugada del 31 de mayo de 1809, en Viena, a donde había sido llevado, tras una agonía de seis horas. Era el primer Mariscal del Imperio que fallecía en combate, y Bonaparte le lloró como su mejor amigo que fue.



Texto de Vico / "El Mariscal Jean Lannes" in Retratos de la Historia.

Cita de la Semana

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"Un tonto siempre encuentra a otro más tonto que le admire."

Frase de: Nicolas Boileau Des Préaux aka Boileau-Despréaux (1636-1711), poeta y crítico literario.

BÁRBARA DE PORTUGAL, REINA DE LAS ESPAÑAS

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MARÍA BÁRBARA DE BRAGANZA
REINA DE LAS ESPAÑAS Y DE LAS INDIAS
1711 - 1758
 
 

María Bárbara de Braganza, Infanta de Portugal (Lisboa, 1711-Madrid, 1758), esposa del rey Fernando VI (Madrid, 1713-Villaviciosa de Odón, 1759) era hija de los reyes de Portugal, Juan V y la Archiduquesa María Ana de Austria. Cuando se casó con Fernando en 1729 éste todavía era Príncipe de Asturias ya que su padre, Felipe V, se había hecho cargo del trono de nuevo tras la muerte de su hijo Luis I en 1724.


Según nos la describen los anales de la época, la reina Bárbara de Braganza era una mujer oronda y al parecer carente de atractivo físico. Pero para todos poseía una cualidad muy importante, poseía un gran corazón. Además, Bárbara de Braganza, amó profunda y sinceramente a su marido, Fernando VI, pese a que según parece era él quien no podía tener hijos.

Los reyes Bárbara de Braganza y Fernando VI protagonizaron uno de los reinados más tranquilos de la historia de España. Parece ser que esto se debió al carácter tranquilo de los monarcas dedicados sobre todo a la dirección del Estado. Según las crónicas de la época, el carácter melancólico de ambos monarcas se acentuó al no poder tener descendencia. Hecho éste que hizo que ambos demostraran su unión en sus aficiones comunes, como la música.

En todas las crónicas de la época, se recoge el hecho de que, la reina española Bárbara de Braganza fue una persona muy religiosa. Ejemplo palpable de ello, es que fue la fundadora del Real Monasterio de la Visitación, en Madrid, más conocido como las Salesas Reales.



Otra crónica relata que la fundación del Monasterio de las Salesas Reales se debió también a otras causas. Al parecer la reina Bárbara de Braganza había firmado en 1729 un contrato matrimonial con Fernando VI. Este contrato preveía, en caso de quedarse viuda, la posibilidad de permanecer en España o volver a Portugal. Cuando Bárbara llegó a reina en el año 1746, decidió mandar construir un monasterio que le sirviera de refugio para protegerse de la reina madre, Isabel de Farnesio, si fallecía Fernando VI.

Podemos comprobar en diversas crónicas, como la reina Bárbara de Braganza se implicó totalmente en todos los aspectos relacionados con las construcción del Monasterio de la Visitación, conocido después como las Salesas Reales. Bárbara decidió que además de convento, la fundación sería un colegio donde se educarían las jóvenes pertenecientes a la nobleza. Asimismo eligió la orden de religiosas de la Visitación para que se encargaran de él.

Al parecer, los numerosos gastos que provocaba la construcción del Monasterio de la Visitación fundado por la reina Bárbara de Braganza, hicieron que circularan por Madrid graciosas coplillas haciendo alusión al tema, como la siguiente:

Bárbaro edificio
bárbara renta
bárbaro gasto
bárbara reina.




Bárbara de Braganza ha sido una de la reinas de España más cultas, pues además de hablar seis idiomas con toda corrección, componía música sin dificultad. Esta gran afición a la música hicieron que ella y su marido Fernando VI protegieran a músicos tan importante como Domenico Scarlatti.

Al igual que su suegra Isabel de Farnesio, la reina Bárbara de Braganza, gran amante de la música organizó numerosos conciertos cortesanos. Son famosos hasta el extremo de "crear época" los organizados en el palacio de Aranjuez. Estos conciertos tuvieron como protagonista indiscutible al famoso y extravagante Carlo Broschi, conocido en toda Europa por Farinelli.



Según parece, el famoso cantante italiano, Carlo Broschi (Andria, Nápoles, 1705-Bolonia, 1782) conocido como Farinelli había llegado a la corte española en el año 1737. Durante los últimos años de reinado de Felipe V. Tras la muerte de éste, adquirió una gran influencia personal sobre su sucesor, el rey Fernando VI y su esposa Bárbara de Braganza. Ambos grandes aficionados a la música. Sucedió que en 1760, un años después de la muerte de Fernando VI, su hermanastro, Carlos III le desterró no sólo de España, sino de todos sus reinos.

Según los cronistas de la época la historia de las malas relaciones entre nuera y suegra se volvía a repetir. Tras su matrimonio con Fernando, Bárbara de Braganza no consiguió llevarse bien con su suegra la reina Isabel de Farnesio. Las malas relaciones quizá se debieran a que Fernando era hijastro de Isabel de Farnesio, y su relación nunca había sido de madre e hijo. O quizá se debió al carácter dominante que tenía Isabel, en contraposición con el carácter bondadoso y afable de Bárbara que no consintió que su suegra se inmiscuyera demasiado en su matrimonio ni en su reinado.




Bárbara de Braganza fue reina de España durante doce años, entre 1746 y 1758. Pese a que su matrimonio con Fernando VI había durado veintinueve años, la pareja no había podido tener descendencia. A pesar de ello fue una reina muy querida por los españoles, y en concreto por los madrileños, quienes directamente podían comprobar como apoyaba a su esposo en las tareas de gobierno. Fueron así doce años de un reinado pacifico y de renacimiento cultural.

Bárbara de Braganza murió el 27 de agosto de 1758 en el palacio de Aranjuez. Con tan solo cuarenta y siete años de edad, falleció como consecuencia de un proceso canceroso en el útero. Casualmente su fallecimiento se produjo pocos meses después de la terminación del Real Monasterio de la Visitación, fundado por ella, y al que había dedicado todas sus energías.

Los restos de Bárbara de Braganza fueron trasladados de Aranjuez, donde falleció, a Madrid. Según las crónicas de la época el traslado se hizo en medio de un deslumbrante cortejo fúnebre en el que participaron muchísimos madrileños que habían sentido la muerte de su reina. Los restos fueron depositados en la cripta del Monasterio de las Salesas Reales, mientras se construía la tumba en la iglesia del monasterio.

Parece ser que tras la muerte de Bárbara de Braganza su esposo, el rey Fernando VI, empezó a dar graves muestra de enajenación mental. Al igual que su padre Felipe V tras la muerte de su primera esposa María Luisa Gabriela de Saboya sufrió una gran depresión emocional. Retirado al castillo de Villaviciosa de Odón falleció, según parece de pena en 1759, un año después de la muerte de su esposa la reina Bárbara de Braganza.

CURIOSIDADES -178-

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"¿Quién es el bastardo?"



Después de haber desenterrado por "casualidad", en 2012, los restos hasta entonces perdidos del rey Ricardo III de Inglaterra, haber desempolvado su maltrecho esqueleto, examinado sus múltiples traumatismos, reconstituido su semblante y darle un solemne funeral de Estado en Leicester quinientos treinta años después de su asesinato en Bosworth Field, los médicos forenses dieron un último bombazo mediático: tras cotejar el ADN de los restos del último rey de la Casa de York con el de la actual reina Elizabeth II, cuarta representante de la Casa de Windsor, han descubierto que no existe coincidencia alguna entre ambos. Dicho en plata, se ha destapado un viejo secreto de Estado: entre el último Plantagenêt y la actual soberana no hay parentesco, o sea, que Elizabeth II no es una descendiente de Ricardo III. La pregunta que se formula entonces es obvia: ¿en qué momento se puso en el trono británico a un bastardo?



Dado que entre Ricardo III y Elizabeth II hay nada menos que veintitrés monarcas de por medio, la tarea para averiguar quién de ellos es el o la "bastarda" que usurpó la corona, resulta harto complicada. La sola idea de tener que examinar uno a uno los restos de esos ilustres cadáveres, con el colosal gasto que eso implica, ya ha hecho desistir desde el primer minuto a los forenses e historiadores británicos emprender tamaña aventura. En cualquier caso, queda patente que Elizabeth II no cuenta entre sus antepasados al vilipendiado rey Ricardo III. 

Anécdotas Históricas -270-

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El Mariscal Lyautey fue un célebre militar en Francia, de gran valía, cuyo papel como "pacificador" y administrador de la colonización del Protectorado de Marruecos fue clave. También fue, por un breve tiempo, Ministro de la Guerra. Por otro lado, era de sobras conocida su homosexualidad, un gusto que -sorprendentemente para la época- no le restaba méritos a ojos de sus superiores ni provocaba escándalo alguno entre sus colegas de armas.

En una ocasión, Georges Clémenceau, primer ministro de la IIIª República, hizo la siguiente reflexión en voz alta sobre el brillante mariscal, con su habitual socarronería:

-"¡He aquí un hombre admirable, valiente, que siempre ha tenido cojones en el culo... incluso cuando no eran los suyos!"

Anécdota de: Georges Clémenceau, Primer Ministro de Francia (1841-1929) y de Louis Hubert Gonzalve Lyautey, Mariscal de Francia (1854-1934).

LA MARCA HISPÁNICA NUNCA EXISTIÓ

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LA MARCA HISPÁNICA NUNCA EXISTIÓ



Me atrevo a sostener la afirmación del título a sabiendas de que a la mayoría de lectores les pueda parecer, a bote pronto, osada o absurda. De hecho, que mucha gente tenga este tipo de reacción es de lo más normal, si se tiene en cuenta que buena parte de historiografía no duda en utilizar la expresión "Marca Hispánica". Con esta locución se nombra la frontera militar que el imperio franco poseía frente Al-Ándalus, en la parte sur de los Pirineos desde finales del siglo VIII, hasta la disolución de la misma, a partir de la disgregación del territorio en diversos condados independientes del poder franco. A grandes trazos, esta sería una definición concordante con la que ofrecen gran cantidad de historiadores en sus obras, así como con las que aparece en los libros de texto de secundaria, pudiéndose añadir, además, que varios autores todavía sostienen que la citada marca no sólo fue una frontera militar, sino también una entidad político-administrativa supracondal [1], aun cuando historiadores como José Antonio Maravall hace mucho dejaran bien claro que esta conceptualización era errónea [2].

Pero que no fuese una entidad político-administrativa resulta insuficiente para afirmar que no existió la Marca Hispánica. Al menos, debe haber existido como nombre geográfico de la parte septentrional del conjunto territorial, que en el siglo XII fue denominado con el topónimo "Cataluña", especialmente, después de que se haya repetido y se repita en incontables publicaciones, ¿no les parece? Pues no, no fue así o, no del todo así. Me explico:

Entre los años 780 y 801 de nuestra era, el predicho espacio fue arrebatado a los musulmanes andalusís por tropas cristianas francas, siendo políticamente organizado en condados (Barcelona, Gerona, Osona, Pallars, Ribagorza, Urgel, Cerdaña, Ampurias y Rosellón), como el resto del Imperio de Carlomagno. Estos dominios eran gobernados por condes, en su mayoría, nobles godos nativos del territorio fronterizo con el Al-Andalus, como funcionarios representantes de la autoridad del soberano franco. Los historiadores que han investigado la documentación del periodo sostienen que entre los siglos IX y X, tanto la Corona como los autóctonos del territorio que nos ocupa se refirieron al conjunto de condados con los nombres de "Hispania" o de "Gotia", pero no con el de "Marca Hispánica", si bien el concepto existió.

El uso del término "Hispania" era lógico, puesto que tanto los francos como los indígenas estaban de acuerdo en la pertenencia de aquellos condados a la península ibérica, conocida en la época como tierra de Hispania, por influencia de la tradición romanogoda. Con todo, desde el siglo noveno, para el conjunto de la sociedad –exceptuando a la Iglesia– esta palabra fue adquiriendo paulatinamente un significado alternativo, que identificó Hispania con Al-Andalus [3]. No fue hasta el siglo XII que, en los condados –ya catalanes–, los laicos recuperaron la identificación de Hispania (España, en vernáculo) como marco geográfico en cuyo noreste se encontraban ubicadas la tierra y la comunidad política que respondían al nombre de "Cataluña", significado que se consolidó como mayoritario en la siguiente centuria, sin que por ello la palabra "España" dejara de utilizarse como identificador de las tierras ibéricas musulmanas, por lo menos, hasta inicios del siglo XIV. A la vez, en las tres últimas centurias medievales, "España" también era empleada en el dominio catalán para denominar las tierras de los reyes de Castilla y León, siendo sus habitantes calificados de "españoles", diferenciándose así de los catalanes, a pesar de que, como hemos dicho, estos últimos ubicaran territorialmente Cataluña en España. Sin embargo, no fue este un significado mayoritario, ya que, debido al éxito bajomedieval de la identificación de España con la península, fue entre los catalanes más común denominar a los castellanoleoneses con la palabra "castellanos" que no "españoles", distinguiéndolos así del resto de pueblos hispanos: portugueses, navarros, aragoneses, sarracenos, incluso de los propios catalanes a partir del siglo XVI [4].

En cuanto al término "Gotia", hay que decir que a lo largo del siglo IX se aplicó al territorio que ocupaban los diversos condados de la Septimania y del nordeste de la Tarraconense, ubicados en el espacio existente entre los ríos Ródano y Llobregat. El nombre respondía al hecho de que en aquel territorio –antaño perteneciente al reino visigodo de Hispania– se concentraba el mayor número de godos dentro de los dominios del rey franco occidental. Por este motivo, fue utilizado tanto por los soberanos francos como por los habitantes del territorio, en un sentido mucho más étnico-territorial que político-administrativo. Así mismo, en diversas ocasiones, sólo denominó la vertiente austral de los Pirineos, siendo sinónimo de "Hispania", como patentizan las palabras del rey franco Carlos III el Simple: <<In omni regno nostro Goticae sive Hipaniae>> [5] (en todo nuestro reino de Gotia o Hispania). A pesar de esto, como señaló Abadal, esta equivalencia tampoco se producía siempre, puesto que los habitantes de los condados se denominaban a sí mismos gothi, mientras que la palabra hispani la reservaron para aquellos que huían del Al-Andalus, tierra que, como ya hemos indicado, a partir de la segunda mitad de la décima centuria, fue la única que los godos de la futura Cataluña nombraron con el término "Hispania" [6]. Según explica el medievalista Michel Zimmermann, el nombre "Gotia" cayó en desuso durante buena parte del siglo X [7], seguramente, debido a que, ya desde finales del anterior, se estaba originando un claro proceso de consolidación política y socioeconómica de las estructuras condales, cada vez más autónomas del poder franco [8], para ser recuperado de forma efímera y con un cariz reivindicativo de soberanía o potestad por el conde barcelonés y urgelés Borrell II, en las últimas décadas del siglo X. Podría extenderme más en la explicación de este concepto, perturbadoramente obviado por la mayor parte de la historiografía, pero el limitado espacio de un texto de estas características me invita a dedicarle, en exclusiva, un futuro artículo.

Llegados a este punto, sólo nos queda preguntarnos por la locución "Marca Hispánica".

Históricamente, el concepto "Marca Hispánica", es decir, límite o frontera con Hispania, fue un cultismo escasamente utilizado –¡ojo! Sólo hallado documentalmente en quince ocasiones– [9] por algunos autores de anales francos, durante un breve periodo del siglo IX, iniciado el año 821 y finalizado en el 850 [10], restando totalmente ausente tanto en la documentación oficial franca y goda como en el ámbito popular [11]. Se nos hace bastante evidente que estos analistas francos encontraran útil crear un término que unificara e hiciera periférica una realidad plural que les era bastante ajena, ya que la visión que ofrecían no se correspondía con el territorio políticamente dividido de los condados sur-pirenaicos, cuyos habitantes no la emplearon, porque entre el siglo VIII y medios del X, nunca consideraron que vivían en la frontera carolingia con Hispania, es decir, fuera de Hispania, sino que formaban parte del territorio hispano bajo dominio carolingio [12].

Durante varias centurias, esta locución permaneció en el olvido [13] hasta que fue recuperada en la Alta Edad Moderna por autores catalanes como Francesc Calça o Andreu Bosch. No obstante, el auténtico impulso lo recibió de manos de Pèire de Marca, visitador general de la Monarquía de Francia en el Principado de Cataluña durante la Guerra de los Segadores. Por tanto, a partir de la decimoséptima centuria, el término se ha ido generalizando, hecho al que hay que sumar que en los siglos XIX, XX y XXI, la historiografía ha tendido a dotar este concepto de ficticios contenidos presentistas, que han nutrido discursos historicistas contrapuestos, como destaca Flocel Sabaté. Así, por un lado, se ha considerado que la Marca Hispánica fue un ente jurídico, polítoco-territorial, administrativo, unitario y real, en que entre los siglos VIII y XII, se forjó la identidad nacional catalana. Mientras que, por otro, se ha vendido que el concepto de "Marca Hispánica" respondía a la conciencia de españolidad de sus habitantes, debido a la existencia de la ancestral nación española [14].

De bien poco parece haber servido el hecho de que Abadal constatara que era un cultismo ocasional y totalmente ajeno al territorio al que se refiere [15], que Ferran Soldevila lo eliminase en la revisión de su historia de Cataluña [16], que Zimmermann expusiese cuál fue la auténtica terminología histórica, que Pierre Vilar afirmase rotundamente que la Marca Hispánica nunca ha existido [17] o que otros autores como Sabaté hayan explicado todo esto en más de una ocasión. La locución permanece omnipresente, porque la historiografía, poco preocupada en muchas ocasiones por la recuperación del vocabulario histórico, todavía fomenta la divulgación de esta pretérita Marca Hispánica, cuando, en realidad, fuera del mundo cronístico e historiográfico, nunca existió tal cosa.

Cristian Palomo, Licenciado en Historia.



[1] Véanse unos cuantos ejemplos en SABATÉ, Flocel. El nacimiento de Cataluña. Mito y realidad. En: A.A.V.V. Fundamentos medievales de los particularismos hispánicos. IX Congreso de Estudios Medievales. León, 2003, Ávila: Fundación Sánchez Albornoz, 2005, p. 221-276. Concretamente, en la p. 274.
[2] MARAVALL, José Antonio. El concepto de España de la Edad Media. Madrid, 1954, p. 154.
[3] ZIMMERMANN, Michel. En els orígens de Catalunya: emancipació política i afirmació cultural. Barcelona: Edicions 62, 1989, p. 16-18 y 35-36; y SABATÉ, Flocel. El nacimiento de Cataluña… op. cit. p. 228.
[4] SABATÉ, Flocel. El Territori de la Catalunya medieval: percepció de l’espai i divisió territorial al llarg de l’edat mitjana. Barcelona: Rafael Dalmau, 1997, p. 360-367.
[5] ZIMMERMANN, Michel. En els orígens de Catalunya… op. cit. p. 22 y 170, nota 49.
[6] SALRACH, Josep Maria. Els Hispani: emigrants hispanogots a Europa (segles VIII-X). En: Butlletí de la Societat Catalana d’Estudis Històrics, núm. XX (2009), p. 31-50. Concretamente, en la p. 34.
[7] ZIMMERMANN, Michel. En els orígens de Catalunya… op. cit. p. 29.
[8] SABATÉ, Flocel. <[9] Ibídem, p. 272.
[10] ZIMMERMANN, Michel. En els orígens de Catalunya… op. cit. p. 19.
[11] ABADAL, Ramon d’. Nota sobre la locución "Marca Hispánica". En: Boletín de la Real Academia de Buenas letras de Barcelona, núm. XXVII (1957-1958), p. 157-164.
[12] ZIMMERMANN, Michel. En els orígens de Catalunya… op. cit. p. 18-20; y BOLÒS Jordi, Diccionari de la Catalunya medieval: segles VI-XV. Barcelona: Edicions 62, 2000, p. 164- 165.
[13] SALRACH, Josep Maria. Els Hispani… op. cit. p. 33.
[14] SABATÉ, Flocel. La construcción ideológica del nacimiento unitario de Cataluña. En: VAL VALDIVIESO, María Isabel del; MARTÍNEZ SOPENA, Pascual. Castilla y el mundo feudal. Homenaje al profesor Julio Valdeón, vol. 1, p. 95-110. Sobre todo, las p. 107-110.
[15] ABADAL, Ramon d’. <[16] SOLDEVILA, Ferran. Història de Catalunya. Barcelona, 1962, vol. 1, p. 40-42.
[17] VILAR, Pierre. Introducció a la història de Catalunya. Barcelona, 1995, p. 9.

Anécdotas Históricas -271-

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Una graciosa anécdota acontecida en 1726, tuvo lugar en el palacio de Versailles. El triste protagonista fue el Marqués de Prie, embajador de Francia en la corte de Turín pero de permiso especial para ocuparse de asuntos personales. El diplomático, muy cercano al rey Luis XV (fue su padrino) y pariente de la Duquesa de Ventadour, se había casado con la hija de un riquísimo financiero parisino, Jeanne Agnès Berthelot de Pléneuf, de 28 años más joven que él, hermosa a rabiar, que le ponía los cuernos con (¡nada menos!) el feísimo Duque de Borbón, primer ministro del momento y primo del monarca. Era de notoriedad pública.

Cierta tarde de ese año de 1726, el Marqués de Prie se encontraba, como tantos otros cortesanos, esperando pacientemente al rey en su cuarto. Aburrido, apoyó un codo sobre una mesa para descansar su cabeza, con tan mala suerte que, sin darse cuenta, se arrimó demasiado a un candelabro y prendió fuego a su peluca. Alertado por los otros, se arrancó la peluca, la tiró al suelo y la apagó como cualquiera hubiera hecho: a pisotadas. En ese instante, anunciaron la entrada del rey. El marqués volvió a ponerse rápidamente su peluca chamuscada y aún humeante, despidiendo un fuertísimo olor a quemado por toda la estancia. Luis XV, nada más entrar, percibió enseguida el fuertísimo olor. Sin saber lo ocurrido y sin malicia alguna, soltó:

-"¡Pues si que huele mal aquí!¡Diría incluso que apesta a cuerno quemado!"

Estallido de carcajadas, a las que se sumó el rey al ver la cabeza humeante del Marqués de Prie. Ante la general risotada, el pobre cornudo no pudo hacer otra cosa que escabullirse.

Anécdota de: Louis Aymar de Prie, Marqués de Prie y de Plasnes, Embajador de Francia en Turín (1670-1751) y de Luis XV, Rey de Francia y de Navarra (1710-1774). 

Cita de la Semana

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"Donde hay poca justicia es un peligro tener razón."

Frase de: Francisco de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos (1580-1645), escritor, poeta y dramaturgo.

VERSAILLES, 1784: El Escándalo del Collar de la Reina

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EL ASUNTO DEL COLLAR DE LA REINA
 
 

La Estafa del Siglo

Nicolas de La Motte, escudero, servía, sin entusiasmo, como gendarme del Rey en la Compañía de los Borgoñones acuartelados en Bar-sur-Aube (Lorena) y, a favor de una declaración jurada, pudo atribuirse el título de conde. Un poco torpe, sus camaradas le apodaban "Momotte" sin que éste se molestase, pero era brillante en sociedad. Es en los círculos mundanos que se cruzó con la señorita Jeanne de Valois de Saint-Rémy, con la cual acabaría casándose. Ésta venía de más abajo pero remontaba, genealógicamente hablando, de más arriba. Sacada, gracias a la marquesa de Bougainvilliers, gran dama estimada por los Rohan, de la más negra miseria, tenía en su poder dos bazas: una audacia prodigiosa y orígenes fuera de lo común. Descendía directamente y por los varones, del rey Enrique II de Francia y de Nicole de Savigny. El autor de su linaje, Enrique I de Saint-Rémy apodado "Henri-Monsieur" (Enrique-Señor), fue legitimado y reconocido por su padre. Durante mucho tiempo, la familia había contraído honorables matrimonios hasta que Jacques II de Saint-Rémy hizo un estúpido enlace, vendió sus tierras, se hizo echar a la calle por su esposa y falleció en un hospital de la beneficencia mientras su mujer trabajaba para un "macarra" sardo y enviaba a su hija mendigar por las calles.

 
Grabado representando a Jeanne de Valois de Saint-Rémi, Condesa de La Motte (1756-1791), el "cerebro" de una estafa inaudita.

Paradójicamente, un tío, Jacques I de Saint-Rémy, había servido honorablemente en la Marina Real, acabando como teniente de navío y al mando de la fragata "La Surveillante", y condecorado con la cruz de la Orden de San-Luis. Reconocido por el Sr. de La Garde d'Hozier, genealogista de la Corte, era saludado con el título y nombre de Barón de Valois, y acababa de fallecer en la Isla de Francia el 9 de mayo de 1785.

Tres meses antes del escándalo, la Condesa de La Motte vivía de pequeños socorros y, simulando un desmayo en presencia de Madame Elisabeth, hermana menor del rey Luis XVI, se había hecho conceder una pensión por la joven princesa.

 
Retrato del Cardenal-Príncipe Louis René Edouard de Rohan-Guéméné (1734-1803), la "víctima" de la monumental estafa de la Condesa de La Motte.


Presentada al cardenal-príncipe de Rohan, había conseguido hacerle creer que estaba en el favor de la reina Maria-Antonieta. Si éste se muestra habitualmente muy perspicaz, atestigua de una increíble ingenuidad cuando se le mantiene en una loca esperanza. Es gracias a esa debilidad que la condesa tiene en sus garras al cardenal; se hace pasar por emisaria de la reina, falsifica cartas a nombre de ésta, escritas por su amante Marc-Antoine Rétaux de Villette, antiguo gendarme, y pide pequeños préstamos que el feliz depositario de los embarazos financieros de la reina de Francia se compromete en dar a pesar de una posición pecuniaria harto comprometida por sus onerosas obras en el Palacio de Saverne, su contribución a la extinción del descalabro financiero de su hermano el Príncipe de Rohan-Guéméné y a sus numerosas liberalidades. Pero, cuando el cardenal solicita una audiencia con la reina, la condesa debe organizar toda una comedia para que no se descubran sus mentiras: contrata a una prostituta que hace la carrera en los Jardines del Palais-Royal, Marie-Nicole Leguay, conocida por su nombre de guerra de "Señorita de Signy", y que bautiza con el título de Baronesa de Oliva, anagrama del apellido Valois. La joven prostituta ignorará hasta el juicio el papel que interpretó como "Maria-Antonieta" a cuenta de una pseudo-condesa, cerebro de una estafa tan magistral como baja. Hasta el final creerá haberse doblegado ante la voluntad de la reina porque la condesa le había asegurado que ésta estaría detrás de ella durante la entrevista secreta con Monseñor de Rohan, en un bosquejo del parque de Versailles, la noche del 11 de agosto de 1784.



Lo que sucede entonces se maneja con una inusitada simplicidad. El cardenal recibe una carta de la reina Maria-Antonieta pidiéndole que sirva de intermediario en la compra de un collar de los joyeros Böhmer y Bassenge, con un precio estimado a 1.600.000 libras a pagar en un plazo de dos años con un pago inicial de 400.000 libras.

A la fecha prevista, el 1 de febrero de 1785, los señores Böhmer y Bassenge traen el famoso collar de la Reina al parisiense palacio de Rohan-Strasbourg, y la Eminencia les muestra entonces el contrato con la firma "Maria-Antonieta de Francia" (totalmente falsa por cierto). El cardenal de Rohan irá personalmente a entregar a la Condesa de La Motte-Valois el collar y, ésta, a su vez, lo remitirá ante él a un tal Desclaux, que no es más ni menos que su amante Rétaux de Villette haciéndose pasar por un agregado a la cámara y a la música de la Reina.

El 12 de febrero, un joyero parisino llamado Adam, se presenta ante el inspector de policía del barrio de Montmartre, el Señor de Brugnières, con la intención de señalarle que un tal Sr. Rétaux de Villette le ha propuesto comprar diamantes a precios demasiado bajos para que no se sospeche de dónde proceden éstos. Pesquisas e interrogatorios se suceden. La policía vigila a la condesa de La Motte-Valois pero, como no se hace eco de ninguna denuncia por robo, el asunto se queda estancado. El susto le proporciona a la condesa una buena lección y ésta manda a su marido en Inglaterra para deshacerse de la mayoría de las piedras. En cuanto al resto, es el amante quien, una vez en Holanda, tendrá que venderlo. Con el beneficio de esas ventas, los condes de La Motte-Valois van a Bar-sur-Aube, para vivir como sátrapas.

Lo que acontece entonces es conocido de todos: el cardenal de Rohan se presenta en la Plaza de Vendôme y se limita a pagar los intereses de la deuda adquirida con los joyeros, cantidad que asciende a 35.000 libras, a la vez que enseña una supuesta carta de la Reina comprometiéndose a efectuar el pago de 700.000 libras; los joyeros disimulan mal su contrariedad ya que ellos mismos deben una fortuna al Sr. Boudard de Saint-James, tesorero de la Marina Real de Francia. Al día siguiente, Bassenge, convocado por la Condesa de La Motte-Valois, oirá de sus labios:

-"Os han engañado, el escrito de la garantía que posee el cardenal lleva una firma falsa, pero el príncipe es lo bastante rico, él os pagará!"

He aquí un golpe magistral de los estafadores que, por medio de esa denuncia, pretenden forzar al cardenal de Rohan a querer acallar el escándalo que podría estallar al dejarse engañar por una aventurera, y apremiarse en pagar a los joyeros para mantener el silencio sobre toda la estafa de la cual acababa de ser víctima y que le habría desacreditado.

Sin embargo, el asunto no toma la dirección esperada por los La Motte-Valois y el cardenal persiste, ante Böhmer y Bassenge, en su afirmación que tiene en su poder cartas de la Reina en las que ella le encargó de hacer de intermediario secreto para la compra del famoso collar. Puesto que el dinero no llega, los joyeros llevan su denuncia ante la Justicia y "el Asunto del Cardenal de Rohan" se convierte rápidamente en "el Asunto del Collar de la Reina"...

Tras presentar la pertinente denuncia ante la Justicia, y a la excepción del Conde de La Motte, todos los cómplices son inmediatamente apresados, el Cardenal de Rohan incluído, que también es encerrado en una celda aunque con mucha más comodidad que los demás.

La instrucción del caso será larga y delicada. El lunes 29 de mayo de 1786, los cautivos son llevados a La Conciergerie y comparecen el 30 ante la Cámara Alta. El procurador general del Rey, Omer Joly de Fleury, hermano del efímero controlador general de Finanzas, reclama para el conde de La Motte una ejemplar condena, para Rétaux de Villette las galeras (eso es, cadena perpétua), para la condesa de La Motte-Valois, el látigo, la marca con hierro candente sobre los hombros y el encierro de por vida en la cárcel de La Salpêtrière (cárcel de mujeres). En cuanto hacia Su Eminencia el Cardenal-Príncipe de Rohan-Guéméné, apenas se muestra más tierno: tendrá que arrepentirse y pedir el perdón real, siendo de igual modo condenado a dimitir de todos sus cargos, a dar limosna a los pobres y a mantenerse de por vida alejado de las residencias reales y, finalmente, a guardar prisión hasta la ejecución de la sentencia. Ahí, en ese punto, el abogado general Antoine Séguier, tumultuoso galicano, no habiendo sido previamente informado de las conclusiones del procurador general, osa replicarle con virulencia y se ve respondido con una hiriente réplica en plena cara:

-"Vuestra cólera, señor, no me sorprende en absoluto. Un hombre dedicando su vida al libertinaje como usted, debía necesariamente defender la causa del cardenal!"

Los acusados desfilan uno detrás de otro. La falta de vergüenza de la condesa de La Motte-Valois irá hasta provocar la indignación entre los magistrados más críticos contra la Reina, por sus infames declaraciones implicando a la soberana y al príncipe.

La aparición del cardenal que es, recordemoslo, Gran Limosnero de Francia, en gran vestido violeta, color de duelo de los príncipes de la Iglesia Romana, levanta una ola de respeto hasta entre los presidentes, que se incorporan para responder a sus saludos. Su Eminencia ha comprendido cual es la extensión del escándalo y medido sus consecuencias políticas tras haber largamente meditado sobre su inconsecuencia.

Marie-Nicole Leguay, alias "la Baronesa de Oliva" o "Mademoiselle de Signy", que acaba de dar a luz a un niño en su celda de La Bastilla, debe dar el pecho al recién nacido en presencia de la corte de Justicia. El padre es un honorable gentilhombre que responde al nombre de Sr. de Beausire, y que cumplirá con ella desposándola y reconociendo al niño poco después. Interrogada, contesta con lloros, se disculpa, realiza cual es el asunto en el que se halla implicada, aunque no habiendo sido más que un peón. Un sentimiento de ternura se apodera de los magistrados.

Llega finalmente, vestido con un traje de tafetán verde realzado de oro, los cabellos trenzados desde el occipital hasta los hombros, el famosísimo Conde de Cagliostro, más charlatán que conde, protegido del cardenal y oscuro aventurero. Provoca una serie de carcajadas entre los jueces mezclando su jerga de griego, latín e italiano, acompañando con gestos su viva manera, por lo menos inesperada, de defenderse de las acusaciones que pesan sobre él.

El miércoles 31 de mayo de 1786, la corte judicial emite su veredicto: Jeanne de Valois de Saint-Rémy, Condesa de La Motte-Valois, escapa por los pelos de la pena capital, aunque es condenada a ser marcada al rojo vivo con la letra "V" de ladrona (en francés, ladrona es => Voleuse) en ambos hombros, tras haber sido públicamente sometida al centenar de latigazos, y a la expiación ad vitam de su crimen en la cárcel de La Salpêtrière.

El marido, el Conde Nicolas de La Motte, tranquilamente escondido en Inglaterra, debía ser conducido a galeras.

Marc-Antoine Rétaux de Villette es simplemente expulsado de por vida del reino de Francia.

Marie-Nicole Leguay, pronto Señora de Beausire, reina de una noche, será exculpada, así como el Conde Giuseppe de Cagliostro, que será liberado pero, por orden del rey, será finalmente expulsado de Francia como persona non grata.

Para Su Eminencia, Monseñor el Cardenal-Príncipe Louis René Edouard de Rohan, obispo titular de Estrasburgo y de Canope, Gran Limosnero de Francia, Abad de Waast, de Marmoutiers y de La Chaise-Dieu, que pertenece a una de las primerísimas familias del Reino, es igualmente exculpado de toda acusación a pesar de su credulidad y de la temeraria opinión que se había hecho de la Reina, sin ser duramente reprendido, por 26 votos contra 22.

París estalla de júbilo ante la noticia, mientras que en Versailles el rey Luis XVI recibe la noticia indignado y encolerizado. A pesar de ser exculpado, el cardenal se verá, a la salida de La Bastilla, obligado a dar su dimisión de Gran Limosnero, de devolver la cinta azul de la Orden del Espíritu Santo y de retirarse, a partir del 8 de junio, en su abadía de La Chaise-Dieu pero por poco tiempo. De allí conseguirá los sucesivos permisos para trasladarse a Marmoutiers, a Estrasburgo y a Saverne, pero arrastrando su compromiso de indemnizar a los joyeros estafados Böhmer y Bassenge.

Sola, Jeanne de Valois de Saint-Rémy pagará caro su crimen: el 21 de junio de 1786, aún ignora que se le ha condenado, pero despotrica contra la exculpación del cardenal; sacada de La Conciergerie y llevada hasta las escaleras del Palacio de Justicia, la condenada rehusa arrodillarse para oír su sentencia, debatiéndose, injuriando y mordiendo a los ejecutores, haciendo llamamientos a los escasos espectadores. Convulsa de rabia y de terror, araña y propina puñetazos a diestro y siniestro,... con la cuerda en el cuello, es marcada con la primera "V" en un hombro, pero se encabrita con tal violencia bajo el efecto del dolor, que la segunda "V" le es aplicado en un seno. Las quemaduras producen su desmayo. Llevada a la cárcel de La Salpêtrière, la malhechora intenta en vano escaparse por la ventanilla de la puerta del carruaje.

Seis meses más tarde, la más famosa ladrona y estafadora de Europa, consigue evadirse de la cárcel, a pesar de la extrema vigilancia. Ayudada por una mano misteriosa, véanse varias, había salido de la cárcel vestida de hombre y en compañía de otra detenida, llegando por etapas hasta la ciudad de Ostende. Se reuniría finalmente en Londres con su marido, para retomar con más ahinco si cabe su carrera de ladrona.

Nuestra protagonista acabaría su vida del mismo modo que la empezó, en la más absoluta miseria, encarcelada, sin dinero, en una pestilente celda inglesa donde se pudriría hasta morir a la edad de 35 años (1791).

Cita de la Semana

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"No es tan culpable el que desconoce un deber como el que lo acepta y lo pisa."

Frase de: Concepción Arenal Ponte (1820-1893), escritora y feminista.

MARÍA-AMALIA DE SAJONIA, REINA DE LAS ESPAÑAS

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MARÍA AMALIA DE SAJONIA
REINA DE NÁPOLES Y DE SICILIA
REINA DE LAS ESPAÑAS Y DE LAS INDIAS
1724 - 1760
 
 

María Amalia de Sajonia (Dresde, 1724-Madrid, 1760), esposa del rey Carlos III era la tercera hija de Federico Augusto II, rey de Polonia (con el nombre de Augusto III), y de la Archiduquesa María Josefa de Austria. María Amalia fue desde pequeña alejada del ambiente de inmoralidad que reinaba en Dresde, su ciudad natal, y educada en un ambiente más serio y religioso, siguiendo el estricto protocolo de la Casa de Austria, de la que descendía su madre.

 
Retrato del Elector Federico-Augusto II de Sajonia, Rey Augusto III de Polonia (1696-1763); obra de Louis de Silvestre.
 
 
Retrato de la Archiduquesa María-Josefa de Austria, Electriz de Sajonia, Reina consorte de Polonia (1699-1757); obra de Louis de Silvestre.
 

Según cuentan las crónicas, la reina María Amalia de Sajonia fue criada en un ambiente muy culto. Debido a esto fue educada desde niña en dos idiomas, el alemán, su idioma materno, y además el francés. Igualmente se le inculcaron desde niña virtudes tales como la autodisciplina y el sentido del deber. Virtudes que luego en su matrimonio le serían muy útiles debido a su numerosos deberes como reina, y a su numerosa familia.

Según las crónicas de la época, lograr el parentesco con los Austrias fue el motivo principal que llevó a Felipe V y a su segunda esposa Isabel de Farnesio, a concertar el matrimonio de su primogénito Carlos con la nieta del emperador alemán José I. Así con el matrimonio del infante Carlos, y la joven princesa María Amalia de Sajonia se lograba reconciliar a la Corte española con la Casa de Austria tras los enfrentamientos en la Guerra de Sucesión, que tuvieron como principal consecuencia la llegada de la Casa Borbón a España.

En 1732, con dieciséis años, Carlos (Madrid, 1716- Madrid, 1788) primogénito de Felipe V y su segunda esposa, la italiana Isabel de Farnesio, consiguió el ducado de Parma tras la muerte de su tío el duque Antonio Farnesio sin descendencia. En el Tratado de Viena cambió el ducado por la Corona de Nápoles y Sicilia. Los napolitanos lograron así por vez primera en los últimos siglos un rey residente en Nápoles, que además era hijo del rey de España y de una noble italiana.

 
Retrato de la Princesa Electriz María-Amalia de Sajonia, Princesa Real de Polonia (1724-1760), vestida "a la Polaca", según Louis de Silvestre en 1738.
 
 
Retrato de Carlos VII de Borbón y Farnese, Infante de España, Duque de Parma y luego Rey de Nápoles y de Sicilia (1716-1788); obra de El Molinaretto.
 

Cuentan las crónicas que, cuando el joven rey Carlos VII de Nápoles, y la joven princesa alemana María Amalia de Sajonia se conocieron sintieron un flechazo instantáneo. Es por ello que cumplieron gozosa y rápidamente con el compromiso matrimonial que sus respectivos padres habían acordado. En la historia de los matrimonios concertados raramente sucedían estos flechazos.

Carlos VII de Nápoles y la princesa alemana María Amalia de Sajonia se casaron en Gaeta, localidad próxima a Nápoles, el 19 de junio de 1738. El tenía veintidós años, y ella tan solo catorce. Pese a su juventud, la alta, rubia, robusta y piadosa María Amalia consiguió conectar rápidamente con su esposo. Ambos compartían una formación religiosa y moral sólida, el aprecio por los placeres familiares y el desdén por el boato y el protocolo.



Conocedora la reina María Amalia de Sajonia de la importancia de su matrimonio con Carlos VII de Nápoles, que la hacia emparentar nada menos que con la reconocida monarquía española, consideró que debía mantener buenas relaciones con sus suegros, los reyes Felipe V e Isabel de Farnesio. Es por esto que estableció con los monarcas españoles una nutrida y afable correspondencia en la que narraba todos los acontecimientos familiares de la corte napolitana que servía a la vez para mantener informada de todo a su suegra.


Las crónicas de la época comentan con regocijo como en los primeros meses de matrimonio los reyes de Nápoles, Carlos VII y María Amalia tuvieron que utilizar el francés para comunicarse ya que era la única lengua que ambos conocían. María Amalia no hablaba ni español ni italiano, y Carlos no hablaba alemán. Esto fue así hasta que María Amalia aprendió el italiano, idioma de su nuevo hogar.

Podemos comprobar, si consultamos la correspondencia entre la reina de Nápoles María Amalia de Sajonia (Dresde, 1724-Madrid, 1760) y sus suegros los reyes de España Felipe V e Isabel de Farnesio, conservada en el Archivo Histórico Nacional. Que todas las cartas están escritas en francés, ya que María Amalia no conocía el español. Además podemos comprobar también como María Amalia firmaba siempre como Amélie.

Desde niña a la reina María Amalia de Sajonia le había sido inculcado, por sus damas de compañía, el gusto por la decoración, los elegantes tapices y los bellos muebles. Además, María Amalia había vivido en palacios decorados con las porcelanas de Meissen, originarias de Sajonia, y tan de moda durante el siglo XVIII. Es por esto que disfrutó tanto en los palacios de Nápoles, que habían sido decorados por Carlos con muebles, cuadros y distintos ornamentos traídos de la ciudad de Parma, su antiguo ducado.
 María Amalia de Sajonia, fue reina de Nápoles durante diecinueve años, y reina de las Españas durante apenas dos. Pese a esta diferencia de tiempo, y como su marido Carlos III fue una reina muy amada tanto por los napolitanos como por los españoles, ya que ambos, como monarcas realizaron grandes obras tendentes a la modernización primero de Nápoles y a partir de 1759 de España.


De los trece hijos que tuvieron los reyes María Amalia de Sajonia y Carlos III, siete de ellos fueron niñas y los seis restantes, niños: Isabel (1740-1742), Mª Josefa Antonia (1742), María Isabel (1743-1749), Mª Josefa Carmela (1744-1801), Mª Luisa (1745-1792), Felipe (1747-1767), Carlos Antonio (1748-1819), Mª Teresa (1749-1750), Fernando (1751-1825), Gabriel (1752-1788), Mª Antonieta (1754-1755), Antonio Pascual (1755-1817) y Francisco Javier (1757-1771). Pero no todos llegaron a la vida adulta, falleciendo cinco de ellos cuando todavía residían en Nápoles, cinco de las niñas.

 
Retrato de los Infantes Carlos Antonio y Gabriel de Borbón.


Las cinco hijas de los reyes de Nápoles María Amalia de Sajonia y Carlos III, fallecidas en Nápoles, las tres primeras: Isabel (1740-1742), Mª Josefa Antonia (1742) y María Isabel (1743-1749); la octava, Mª Teresa (1749-1750), y la undécima, Mª Antonieta (1754-1755), están enterradas en la iglesia de Santa Clara de Nápoles. Esto es así debido a que su padres fueron nombrados reyes de España en 1759, después de sus fallecimientos.


María Amalia de Sajonia fue una mujer muy fecunda, ya que tuvo hasta trece hijos con el rey Carlos III. La única pena es que pasaron años y niños hasta que le dio un heredero varón a Carlos. Primero llegaron cinco niñas. Por fin, llegó un varón, Felipe, que resultó retrasado mental. Y luego otros dos varones: el futuro Carlos IV y Fernando, luego rey de Nápoles. Cumplidas las obligaciones dinásticas y ya con ocho hijos, tuvieron más descendencia, hasta trece.

Según recogen las crónicas, después de tantos alumbramientos, la reina María Amalia de Sajonia había perdido parte de la dentadura y la lozanía. Además, parece ser que la sucesiva llegada de cinco niñas hasta el ansiado heredero, junto con la muerte de tres de ellas, le habría provocado cierta frustración y le había estropeado el carácter hasta el extremo de mostrarse colérica con todo el mundo excepto eso si, con su marido, el rey Carlos III, al que adoraba.

Podemos leer en distintas crónicas como la reina María Amalia de Sajonia había adquirido, para calmar sus estados de nerviosismo, el hábito de fumar grandes cigarros habanos, gustándole además los de sabor más fuerte. Los cigarros habanos se los hacía enviar a Nápoles, desde Madrid, por sus suegros, los reyes Felipe V e Isabel de Farnesio.

Parece ser que la reina María Amalia no fue nunca una mujer excesivamente coqueta. Se sabe que tenía una modista en Viena que le confeccionaba los vestidos de etiqueta. Y otra en Nápoles que le hacia los trajes de diario y la ropa interior. Esta última al parecer no era muy abundante debido a la costumbre de la época de cambiarse nada más que una vez al mes.



La reina María Amalia, esposa de Carlos III, fue una mujer de gran cultura, y que colaboró activamente con su esposo en el gobierno de Nápoles. Además ambos tenían gustos parecidos, disfrutaban de la vida en el campo, la caza, la pesca... todo en familia. Cuentan algunos embajadores que la reina María Amalia acompañaba a su esposo Carlos III a todas partes, excepto eso si, a las expediciones bélicas.


La vida napolitana, amable y sosegada de los reyes María Amalia de Sajonia y Carlos III se fue a pique cuando, Fernando VI falleció sin descendencia, y ellos se convirtieron en los nuevos reyes de España y tuvieron que venirse a Madrid. Así pues en 1759, María Amalia acompaña a su marido a España, país del que desconoce la lengua y las costumbres, y del que solo tiene superficiales referencias.

El momento de la partida de la familia real de Carlos III y María Amalia de Sajonia en 1759 con destino a España fue triste tanto para ellos como para todo el pueblo napolitano. Este momento lo recoge el cuadro de Joli que podemos disfrutar en el Museo del Prado. Podemos observar el desconsuelo de los napolitanos al despedir a la primera familia real que tenían desde hacia siglos, y a la que tanto le debían ya que ante todo habían sido buenos gobernantes que se habían preocupado por el bienestar del pueblo.

Los reyes Carlos III y María Amalia de Sajonia desembarcaron en España en 1759, tras dejar a sus hijos Felipe y Fernando en Nápoles. Les acompañaban en cambio, sus otros seis hijos supervivientes: el príncipe Carlos, las infantas María Josefa Carmela y María Luisa, y los infantes Gabriel, Antonio Pascual y Francisco Javier. Junto con la servidumbre viajaban también un papagayo, dos monos, varios perros, muchas cajas de habanos y, naturalmente, un belén.

Se puede leer en diversas crónicas cortesanas como la familia compuesta por María Amalia de Sajonia, Carlos III y sus hijos venidos de Nápoles eran grande amantes de la vida al aire libre y de los animales. Hasta tal punto llegaba ese amor a los animales que parece ser que permitían que, los animales que habían traído de Nápoles a saber: un papagayo, dos monos titíes y varios perros anduvieran libres por los salones de los palacios.

Recogen las crónicas que cuando Carlos III aceptó la corona de España, hubo de firmar un documento que excluía a su hijo primogénito, Felipe, de la sucesión al trono de Nápoles, debido a su probada incapacidad para gobernar a causa de su falta de razón. Fue nombrado heredero del trono de Nápoles y Sicilia su tercer hijo, Fernando (Nápoles, 1751-Nápoles, 1825, de tan solo ocho años de edad.

Tanto le gustaban a los monarcas napolitanos María Amalia de Sajonia y Carlos VII, las porcelanas que, en 1743 fundaron en Capodimonte, Nápoles, una fábrica de porcelanas a imitación de la fábrica de porcelanas de Meissen. En 1759, cuando hubieron de hacerse cargo del trono de España, sus instalaciones fueron trasladadas al palacio del Buen Retiro de Madrid.

Tras grandes recibimientos en Barcelona y Zaragoza, el 11 de septiembre de 1759 llegaron a Madrid los reyes María Amalia de Sajonia y Carlos III. Fueron recibidos por toda la Corte, y especialmente por la reina madre Isabel de Farnesio, quien había actuado de regente durante cuatro meses. La nueva familia real fijó su residencia en el Palacio de El Buen Retiro, debido a que las obras del Palacio Real, que estaba siendo levantado en el solar del incendiado Alcázar, aún no habían concluido.

Tras la llegada de los reyes María Amalia de Sajonia y Carlos III a Madrid en 1759, el segundo de sus hijos varones, Carlos (Portici, 1748-Roma, 1819), fue jurado Príncipe de Asturias como futuro heredero del trono español. Gobernando España posteriormente con el nombre de Carlos IV.

Cuando en 1759 los reyes Carlos III y María Amalia de Sajonia llegaron a Madrid el genio de la reina estaba más avivado que nunca, hasta el extremo de que sólo se amansaba en presencia de su marido, el rey. El trato con su suegra Isabel de Farnesio resultó un calvario, pese al buen trato que por carta se habían demostrado, pero como con las mujeres de sus hijastros Luis I y Fernando VI, empezó a entrometerse en el gobierno de la corte, cosa que, Amalia acostumbrada a dirigir su hogar no vio con buenos ojos. Evidentemente las discusiones debieron desarrollarse en italiano o en francés, ya que Amalia desconocía el español.

Según cuentan diversas crónicas cortesanas, la hostilidad existente entre la reina María Amalia de
Sajonia y su suegra la reina Isabel de Farnesio era debida, además de al carácter dominante de Isabel, a las numerosas obligaciones que esta le imponía a su nuera. Entre ellas estaba la que obligaba a Amalia a visitar a su suegra durante al menos dos horas, y todos los días. Otra le impedía abrir las puertas de los balcones de los palacios, aunque estuvieran en verano.

Recogen las crónicas de la época, que hasta tal punto había empeorado el carácter de María Amalia de Sajonia cuando en 1759 vino a España con su esposo el rey Carlos III, que este, para tranquilizarla organizaba un gran número de cacerías por los bosques cercanos a Madrid, sobre todo los de La Zarzuela y El Pardo. Al parecer, esta afición calmaba visiblemente los decaídos ánimos de la reina, que añoraba mucho su vida en Nápoles.

El principal obstáculo que tuvo la reina española María Amalia de Sajonia cuando en 1759 se instaló con su esposo Carlos III en Madrid fue el del idioma. Ella desde su infancia hablaba alemán y francés, y tras convertirse en reina de Nápoles aprendió italiano. Cuando se convirtió en reina de España en un principio decidió hablar francés con todos los cortesanos, reservando el italiano para comunicarse con su marido, hijos y suegra.

Varios factores se unieron para amargarle a la reina María Amalia de Sajonia, esposa de Carlos III, su primera Nochebuena en España, y que tristemente resultó también la última. Además del desconocimiento del idioma, estaban el feroz invierno madrileño, los fríos aposentos del Palacio del Buen Retiro y la insalubre capital de España, que le pareció horrible en todos los aspectos. Sin olvidar que la salud de la reina había empeorado visiblemente como consecuencia sobre todo del clima, mucho más frío que el de Nápoles.



Parece ser que algunos cronistas de la época atribuyen a la reina María Amalia de Sajonia la frase: "...para acostumbrarme a este país creo que no me bastaría toda mi vida..." refiriéndose a España, país en el que tan solo pudo residir un año. Al parecer Madrid, la ciudad donde residió le causó a la reina una desagradable impresión, posiblemente por su falta de urbanismo y sobre todo por su insalubridad.

Según recogen las crónicas de la época, lo único que le gustó de verdad a la reina María Amalia de Sajonia de España fue el Monasterio de El Escorial. Hasta tal punto le agradó y cautivó el lugar que dejó escrito en su testamento que deseba ser enterrada en el Panteón Real del monasterio, y con el hábito de carmelita.

Resulta curioso que una reina de España no hable ni aprenda a hablar español. Esto sucedió con la esposa del rey Carlos III, quien no llegó a hablar castellano debido a la corta duración de su reinado, que apenas duró dos años. Tan solo uno de los cuales vivió en España, y más concretamente en Madrid.

María Amalia de Sajonia, durante su breve reinado introdujo ciertos cambios en el protocolo de palacio. Entre ellos el más conocido fue el de instalar un Belén en el palacio durante la Navidad. Las figuras que componían el nacimiento, y que los reyes habían traído de Nápoles se conservan hoy en día en el Palacio Real. María Amalia se sorprendió por el éxito que su belén había tenido entre los madrileños, inmediatamente imitado por todas las clases sociales.

Parece ser que al igual que a los reyes Isabel de Farnesio y Felipe V, a la mujer de su hijo Carlos III, la reina María Amalia de Sajonia tampoco le gustó nada la fiesta nacional española, los toros. Esto era debido a que María Amalia siempre había tenido un gran amor por los animales, y las corridas de toros le parecieron un espectáculo muy cruel, sobre todo para los toros.

 
Retrato del Infante Carlos Antonio de Borbón, Príncipe de Asturias (1748-1819); obra de A.R. Mengs. / Abajo, retrato de Fernando IV, Rey de Nápoles y de Sicilia (1751-1825)
 
 

La reina española María Amalia de Sajonia tuvo entre sus hijos a dos reyes y a una emperatriz. El segundo de sus hijos varones, Carlos Antonio llegó a ser rey de España como Carlos IV; Fernando (1751-1825), tercero de sus cinco hijos varones llegaría a ser rey de Nápoles y de Sicilia con el nombre de Fernando IV. Y su hija María Luisa (1745-1792), tras su matrimonio con Leopoldo II de Austria-Lorena se convirtió en la emperatriz de Alemania, después de ser gran duquesa de Toscana.



El duodécimo de los hijos de los reyes de España Carlos III y María Amalia de Sajonia, el infante Antonio Pascual de Borbón (1755-1817), sería quien, en 1808, asumiría la presidencia de la Junta Suprema encargada del gobierno de España tras la marcha de Fernando VII a Bayona como consecuencia de la llegada de las tropas francesas de Napoleón Bonaparte.

Parece ser que mientras la reina María Amalia de Sajonia iba poniendo las hermosas figuras del belén, que había traído de Nápoles, su esposo el rey Carlos III, preocupado por su deteriorada salud, le hablaba de edificar una fábrica de porcelana en el Buen Retiro, adecentar y modernizar las calles de Madrid, terminar el Palacio Real y los jardines y hacer otras muchas mejoras que España necesitaba. Todo con la intención de que la reina olvidase la tuberculosis que minaba su salud.



Pocos meses después de que Carlos III ocupara el trono, el veintisiete de septiembre de 1760 murió la reina, con los pulmones demasiado débiles por el tabaco, y de tuberculosis. Su esposo Carlos III confesó: "En veintidós años de feliz matrimonio, este es el primer disgusto serio que me da Amalia."


Carlos III, que había estado muy enamorado de María Amalia no volvió a contraer matrimonio.

Tras la muerte de su esposa María Amalia de Sajonia, el rey Carlos III nunca volvió a casarse, pero cumplió todas las promesas que le había hecho a ella. Madrid fue otro. Y las navidades españolas, también. Los artesanos levantinos rivalizaron con los italianos en la creación de figuras para el belén y años después, en Barcelona, se hicieron moldes de yeso para el nacimiento, baratos y populares. En Madrid, hasta los más pobres se acostumbraron a comprar figuras de arcilla cocida en los puestos de la Plaza Mayor. Tradición ésta que continua hasta nuestros días.

 


WU ZETIAN, la mujer-Emperador

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De Concubina Imperial a Emperador de China
 
 
Estamos en el año 637 d.C., en pleno periodo Tang de la China imperial. El emperador de entonces es Taizong "El Grande" quien ha enriquecido su harén de concubinas con una "perla" de apenas 12 años, la pequeña Wu Zetian (625-705), que a todos encanta. Se convierte prontamente en la favorita de Taizong y suscita los celos del hijo primogénito del emperador, el Príncipe Gaozong. Su "reinado" en la cama imperial será, sin embargo, de corta duración: el emperador estira la pata en julio de 649, y Wu es desterrada a un monasterio.

Por un curioso hazar, el nuevo emperador Gaozong irá a visitarla y caerá a su vez prendado de la bella Wu. Ésta cede a sus avances y se queda encinta. Cuando la noticia llega a oídos del emperador, Wu es inmediatamente traída de vuelta a la corte. La emperatriz cornuda no ve en ello ningún inconveniente: a todas luces es estéril y prima la idea de dar un heredero al imperio chino; también porque el harén es un hervidero de intrigas donde las demás concubinas imperiales traman constantemente "destronarla" y, Wu, precedida por su fama de mujer dócil, inofensiva y amable, suscita su simpatía. De hecho, toda la corte cree que Wu es tan piadosa como dulce.

El nacimiento, tan esperado, del fruto de su idilio con el emperador (una niña bastarda) la lleva al desespero hasta el momento en que toma conciencia del gran potencial que le ofrece su hija.

Justo después de una visita de la emperatriz, Wu estrangula a su hija y, interpretando a la perfección el papel de madre destrozada por el dolor, deja que sus sirvientas acusen (para salvar sus cabecitas) a la imperial visitante. El emperador, indignado, destierra a la emperatriz asesina y la sustituye por Wu pero, preso de remordimientos, Gaozong toma la decisión de ir a visitar a su ex-primera esposa para aclarar el asunto. Enterada la nueva emperatriz, manda a sus esbirros que se hagan con su rival y predecesora, le amputen pies y manos antes de ahogarla en un barril de vinagre. Empieza entonces su sanguinolento reinado de terror: cualquier disidente, cualquier rival es enviado al otro mundo; su marido el emperador Gaozong será envenenado, su familia política asesinada, su favorito suprimido, los consejeros imperiales decapitados y sus mujeres e hijas vendidas como esclavas.

Habida cuenta que los dos hijos mayores del difunto emperador habían sido liquidados por su insolencia hacia la emperatriz viuda, será el tercer hijo quien heredará el imperio y sustituirá a Gaozong. No tardará en ser depuesto, víctima de una conspiración palatina urdida por la propia Wu, su madre. Y, sin reír, ella misma manda proclamar públicamente que es un hombre "según el Espíritu Celeste" y toma, ni corta ni perezosa, el título de emperador. Lo nunca visto en toda la historia de China.

Que Wu se haya proclamado "Emperador", no le impide conformar un harén masculino para su exclusivo uso y disfrute. En él, solo entran los machos más apuestos y mejor dotados del imperio. Pero dicho harén no pareció contentarla suficientemente ya que, según se cuenta, le complacía enormemente que le practicasen el cunilingus los extranjeros venidos en visita oficial a la corte china. Taoísta, creía firmemente en la virtud de los intercambios de fluídos sexuales.

Amén de su temible apetito sexual, Wu tuvo una ambición sin medidas. Puesto que el título de emperador no le era suficiente (y eso que fue la única mujer en llevar dicho título en toda la historia de China), pone fin a la dinastía Tang en el año 690, y crea la suya: la dinastía Zhou. Para asegurar su supervivencia, nombra heredero y perpetuador de su dinastía a su hijo Zhongzong, al que no mandará asesinar como al resto de sus familiares, con la esperanza de que éste recogerá el testigo materno.

Dado su comportamiento de auténtica tirana, cosa que no impide que se convierta en la soberana china más popular de la historia, pronto se trama en la corte una conspiración que no tiene otro objetivo que poner al heredero Zhongzong en el trono celestial. El complot resulta todo un éxito: la noche del 22 de febrero de 705, tras hacerse con la guardia de palacio y degollar a todos sus favoritos, los conspiradores obligan a la vieja soberana a ceder la corona a su hijo. Secuestrada, sus enemigos le afeitan la cabeza y la encierran en el mismo monasterio donde, en su juventud, había sido internada. Pocos meses después, Wu fallecía a la edad de 83 años.

Lo más sorprendente de esta historia es que fue una emperatriz adorada por sus súbditos, sobretodo por su pueblo, interpretando el papel de gran devota. Es ella quien mandó realizar una soberbia escultura de Buda para las grutas de Longmen (hoy patrimonio de la UNESCO), organizando numerosos peregrinajes. Su reinado supone una época de gran estabilidad y modernización para el imperio. Instaura la libertad de culto, la sanidad pública, promueve la investigación médica, establece una gran red de centros de enseñanza que admiten a las mujeres, reduce los impuestos, reparte tierras a granjeros, desmobiliza el ejército abogando por la negociación diplomática, reglamenta el acceso para cualquier cargo público y conforma una corte de intelectuales y eruditos. Llega incluso a mejorar el estatus de las mujeres de su imperio y escribe, para ello, un libro sobre "la conducta a llevar por las mujeres en sus hogares", en el que alaba la dulzura, la humildad y la total sumisión que las esposas deben observar con sus maridos. Fue, desde luego, todo lo contrario de lo que ella hizo y practicó en vida.

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